A sus 58 años ha dibujado su propio autorretrato con brocha gorda, con trazos gruesos que buscan las líneas rectas pero que no pueden eludir las aristas. En su estudiada caricatura, Torrijos es un comunista doctrinario, ortodoxo, de la vieja guardia. De ese PC que lucha por encontrar su hueco en un mundo globalizado en el que la infalibilidad marxista se quedó enquistada en uno de los miles de pedazos en los que se fragmentó el muro de Berlín. Un eterno luchador contra el fascismo, un heredero de la vieja República, de un Parlamento dispuesto a votar que Dios no existe. Se presenta como un esquife de las ideologías, cada vez más cerca de la extinción, que busca su hueco en la sostenibilidad, la lucha por las zonas más desfavorecidas, la redistribución de las rentas y una moderada resistencia a las convenciones y tradiciones sociales.
Torrijos quizás no vaya al Corpus, pero no desecha las competencias de las luces navideñas. Perdón, del "solsticio de invierno". En su imagen persisten los rasgos de un sindicalista que contribuyó a la constitución de CCOO en la clandestinidad y que despertó en la transición en un sistema político y social que le intentó expulsar del sindicato.Su resistencia fue una lucha por la supervivencia, por el recuerdo de la vida en las catacumbas comunistas. Logró vencer con la ayuda de quien ahora es uno de sus más estrechos colaboradores, Jon Ander Sánchez. Y volvió al sindicato. Y de ahí a la política. Al Ayuntamiento. Al tercer mandato de Monteseirín como número dos del Gobierno. Y, de ahí "al paredón", si se cumplen sus provocadoras previsiones sobre lo que será capaz de hacer el "frente" orquestado contra él... No abandona sus símbolos. El de la pipa ni fuma para relajarse ni se rebaja al nivel de un cigarro. Puede que en privado. La pipa es una parte esencial en su autobiografía. Un elemento característico que le impide caer en el inabarcable mundo de los anónimos. No quiere posar en la calle sin ella. O llegar a una manifestación desnudo, sin su tabaco.
Sería como afeitarse la barba. "¡Vade retro, Satanás!", exclamaría ante la sola posibilidad de verse desarmado en público. O de que no le reconozcan. Le gusta que quede claro. Antonio Rodrigo Torrijos, el comunista, el republicano, el primer teniente de alcalde, el del
distrito Sur, el amigo (con matices) de Cuba, el sindicalista, el de las bicis... Su profesión queda en un segundo plano, salvo cuando con malicia amenaza con dar tratamiento a quien osa criticarle con argumentos que considera injustificados. Es profesional de la sanidad, especialista en Psiquiatría. Hagamos un intento de análisis sarcástico con cierta malicia, puntilloso, como corresponde a la figura objeto del estudio: es personalista, con rasgos autoritarios, con carácter, trabajador, vehemente hasta parecer intolerante, protagonista, testarudo, irritable, orgulloso... Y lleva pipa. El reverso del cuadro lo completa su familia. La reserva y la blinda de las embestidas de
la violenta opinión pública. Bajo su coraza están una mujer y una hija. Y un domicilio en el barrio de Santa Cruz con el que conserva el legado familiar que comparte con una vivienda en Portugal. Las necesidades de transparencia han dejado desprotegida estas posesiones. Ahora están colgadas en internet, en ese universo globalizado en el que todo cabe y en el que comparten espacio con un blog con el que Torrijos se desahoga... Sí, incluso más que en público. También baja la guardia. Y llora. Hay privilegiados que lo han visto emocionarse. Fue un día de abril, en un Pleno. Se aprobaba la sustitución de las calles franquistas de la ciudad. El enésimo muletazo al pasado.Un último guiño a las catacumbas. Un homenaje a su familia republicana. Un puño rojo y marxista alzado con violencia en un escenario hostil, en una ciudad esquiva. Una lágrimaque se resiste a ser catalogada de anacrónica. Y que se defiende:
"Éste sigue siendo mi momento procesal".