Los que brincaron, saltaron y huyeron fueron los tres espadas de la estrafalaria terna escogida por la empresa para cubrir el expediente en un Sábado de Farolillos que antes se vendía por sí solo. Pero ayer se saldó con demasiado cemento en los tendidos maestrantes. No era para menos. Sobre el papel, la terna no podía anunciar demasiadas alegrías. La prejubilación de Esplá, los reinos de Taifas de El Cordobés o la prevista y gestual incapacidad de Ja vier Conde -uno de los toreros que habían despertado más rechazo entre los aficionados- no eran los mejores ingredientes para acudir con el mínimo de ilusión a la plaza de la Maestranza. En los programas de mano figuraba además la reseña de un encierro salmantino que, a pesar de las lógicas suspicacias, ha sido a la postre el más completo del calamitoso ciclo primaveral que va a concluir esta tarde con la clásica miurada.
Sin demasiados argumentos, algunos sacaron a saludar a Esplá al término del paseíllo. Escesivos honores para un diestro más que veterano que no ha firmado demasiadas páginas felices en el luminoso albero del Baratillo. Y la verdad es que el hombre, más allá de la lidia gestual que interpreta en cada tarde, no hizo mucho para agradar al público que lo había recibido con tanto cariño hasta el punto de negarse a banderillear en ambos toros.
Se le puede disculpar que tuvo delante el lote con menos posibilidades del encierro salmantino de El Pilar. El primero, manso y rajado pero con dosis de nobleza, habría servido más en la muleta con un planteamiento más macizo, llevándolo más tapado. Pero Esplá pecó de hilvanar un trasteo sin hilo definido que no ayudó en nada a pulir la mansedumbre de su enemigo. Tampoco pudo demostrar demasiado el alicantino en el último toro que mataba en la plaza de Sevilla. Corto de viajes, lo mató de una estocada habilidosa para despedirse como una sombra. De Esplá fueron los brincos. Hasta más ver.
El que se hartó de saltar, en plan rana, fue El Cordobés. Para el fue el lote más suave del notable envío de Moisés Fraile y aunque tiró de repertorio, de su proverbial simpatía y de esa escenificación histriónica que tanto conecta con los tendidos, no llegó a apurar ni de lejos las virtudes de los dos toros que le tocaron en suerte. Hasta le pidieron sin excesivo clamor las orejas de ambos toros. El primero, siempre noble, se había quedado un puntito corto, pero al trasteo de Manuel Díaz le faltó trazo y argumento aunque al final llegáramos a frotarnos los ojos en algún natural suelto que no enjugaba el petardo. A favor de parroquia, emuló a su presunto y famoso progenitor en esos famosos saltos que pertenecen a su verdadera guerra en los reinos de Taifas, ésa que se escenifica en ese peculiar circuito tan alejado de la plaza de la Maestranza en el que es monarca absoluto. En esa tesitura, era muy difícil que el simpático matador pudiera estar a la altura del rajadito y nobilísimo quinto. La faena, de largo metraje, tuvo mejor desenlace que planteamiento pero el toro, ay, era de dos orejas.
El que no podía defraudar a nadie porque nada se esperaba de él era el malagueño Javier Conde, que se hartó de parlamentar con el tercero de la tarde sin ser capaz de quedarse quiero ni una sóla vez. ¿Qué pintaba este torero anunciado en Sevilla? Tal y como habría adivinado cualquiera se le fue de cabo a rabo ese tercero, que albergaba muchas posibilidades y que, para remate, era ideal para un artista con motor gripado.
Pero una cosa es un motor averiado y otra cosa es la absoluta incapacidad que presidió la labor del malagueño con el imponente y bravo animal que cerró este festejo decepcionante que, al menos, salvó el honor del gremio ganadero en una feria presidida por la mansedumbre. Espectacular en varas, el toro llegó a la muleta pidiendo pelea, la misma que Conde no quería ni podía darle. El retórico marido de la Morente ya no está para estos trotes. Que no vuelva.