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Se acabó el encierro

La indolencia de Sevilla capital ante cualquier cosa que no sea la muerte de un torero convirtió ayer en una vulgar mudanza un acontecimiento histórico: la salida de los mineros de Boliden de la Catedral, tras cinco años de insomnio y 62 días de encierro, con la promesa de que todos tendrán trabajo desde hoy.

el 14 sep 2009 / 19:58 h.

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La indolencia de Sevilla capital ante cualquier cosa que no sea la muerte de un torero convirtió ayer en una vulgar mudanza un acontecimiento histórico: la salida de los mineros de Boliden de la Catedral, tras cinco años de insomnio y 62 días de encierro, con la promesa de que todos tendrán trabajo desde hoy.

Una escena que cualquier persona con corazón, o al menos que haya visto cine, supondría épica y multitudinaria, llena de abrazos, de aplausos y de banderolas y con un fondo de violines in crescendo, pero que apenas contó con una furgoneta de Comisiones y un remolque donde ir metiendo los chismes, con el tranvía parado para no pillar a nadie y con la perplejidad de dos extranjeros despistados que pasaban por la Avenida a la hora de comer.

Aznalcóllar los recibió con una explosión visceral fácil de imaginar para cualquiera que haya visto el regreso de los soldados al pueblo después de una guerra. Aquellas voces y aquella alegría de las familias y los paisanos sí que sonaban como violines, al final de la marcha a pie que llevó a esos hombres hasta la iglesia de la Consolación, donde los esperaban sus mujeres. Pero sin quitarle mérito a la noticia de la vuelta a casa, que es de lo que se trata, lo cierto es que fue otro el lugar donde realmente se condensó ayer la emoción y la esencia de este largo drama, donde se manifestó el alma de los mineros y donde cualquiera que hubiese estado habría podido comprenderlo todo, sentirlo todo.

Un lugar donde sólo estuvo El Correo: el Palacio Arzobispal, al que los trabajadores encerrados fueron a despedirse de un cardenal al que nunca antes le había sentado mejor su apellido.

"Quillos", les advirtió el portavoz del grupo, Juan José Fernández, mientras formaban corro en un salón con lámpara de araña, a la espera de Fray Carlos, "comportaos ahora y no vayáis a decirle ninguno fírmame aquí en la camiseta". Le faltó añadir "que os conozco". Ellos se reían, rellenando con esa mueca sus caras de excombatientes. Nunca habían estado allí antes. Había que haberlos visto, con sus camisetas reivindicativas y su áspero olor a victoria trabajada, subiendo las escaleras como si subieran de una mina extrañamente decorada con mármoles veteados, molduras de caoba y retratos renegridos de Isabel la Católica y Recaredo. "¡Fíjate el tejado, cómo es!", decía uno de los compañeros a otro con la misma barba de dos días, señalando el artesonado y haciendo fotos con el móvil. "Precioso", contestó el otro, con un tono entre la más sincera admiración y unas ganas locas de llegar a su casa.

Con el cardenal, cuatro escenas para la historia: una, cuando le entregaron como regalo un olivo precioso de adorno... al que Fray Carlos se llevó media hora intentando quitarle el plastiquito de pompitas en el que venía envuelto a mala idea ("¡La cosa está seria!", decía Su Eminencia, mientras daba tirones); otra, la lectura de la dedicatoria que llevaba al pie: Con la humildad y sencillez de la mejor palabra de nuestro idioma: gracias; la tercera estampa, el ofrecimiento de los mineros para hacerle gratis al purpurado cualquier chapuza que se le antoje, a lo que éste respondió en broma que qué pena que los albañiles estén terminando ya la obra del patio; y, por fin, las palabras con las que el cardenal coronó su agradecimiento a los mineros por la exquisitez con la que se han comportado en la Catedral y su enhorabuena por el acuerdo alcanzado con la Junta de Andalucía: "Las puertas de la Catedral, o están abiertas para todos o no deben estarlo para nadie."

Allí, en un rinconcillo del gran templo metropolitano (que también está de obras: esto es un no parar), desmontaban a las tres de la tarde el campamento y empezaban a cargar los petates de la cama Restform, los colchones, la plancha de cocinar, y el butano, mientras los encerrados se daban cachetitos y abrazos con el Defensor del Pueblo Andaluz, José Chamizo, que fue allí a despedirlos. "¿Os queda mucho por recoger?", les preguntaba. Una pregunta muchísimo más profunda de lo que parece. Todos lo decían, mientras empezaban a llorar una emoción nueva para la que no estaban preparados: el éxito. Juan José Fernández, Ángel Ortega, José María Rodríguez... "Lo peor ha sido estar lejos de los nuestros."Hoy vuelven todos a Boliden. De aquí al 31 de diciembre tendrán nuevos destinos.

Cobrarán como mucho 20.000 euros brutos al año, aunque su guerra ha terminado. Anoche lo celebraban en sus casas. Pero ésa es ya otra historia.

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