A veces los sevillanos tenemos la sensación -yo al menos así lo confieso- de estar viviendo permanentemente en un estado de espera, haciendo de nuestra vida el andén de una estación en la que nunca termina de llegar ese tren que tanto esperamos y ansiamos tomar. La vida se convierte en una expectación continua y permanente. Espera el sevillano, paciente, que se vaya deshojando el almanaque, mudando la piel de sus meses, y se vaya cumpliendo con precisión exacta el ciclo vital de su existencia.
De entre todas estas esperas la de la Semana Santa es, posiblemente, por importante, la más anhelada.
De ahí que muchos contemos la vida por Domingos de Ramos vividos y gozados en esta bendita ciudad. Y tal vez por eso, cuando tenemos al alcance de la mano la mañana luminosa de un nuevo Domingo de Ramos -siempre será luminosa con independencia del color del cielo- nos invade una emoción difícil de explicar y que se mantiene, intacta y virginal, a pesar del paso de los años. Parece mentira que siendo igual, esa emoción nos parezca siempre nueva, completamente nueva, un descubrimiento gozoso. Quizás el paso de los años le haya restado brillo a esa ilusión contenida que guardamos en el equipaje de mano del corazón con el que esperamos, en el andén de la memoria, ese tren que, ahora sí, ya se asoma por el horizonte. Pero aún gastada seguirá siendo ilusión y nos llenará de unas tremendas ganas de vivir.
¿Y dónde radica la razón de esa emoción?
Varias son las causas que contribuyen a mirar con ojos ilusionados todo cuanto se nos desnuda ante nuestra mirada en estos días de gozo -siempre de gozo-, especialmente en este Domingo de Ramos que hoy nuevamente volvemos a estrenar. Los sevillanos nos encontramos en los días pasionales en un punto equidistante entre la infancia y la madurez. Ya lo escribió José María Izquierdo cuando divagaba por la ciudad de la gracia. En Semana Santa "el mundo parece renovado, el alma es ingenua y niña; y el mundo está como en la infancia". Y así es. En estos días los niños jugarán a ser hombres -quizás hoy estrenen su primera chaqueta y corbata o lleven cirio por vez primera en su cofradía- y los hombres viviremos con el brillo de la ilusión infantil en los ojos y con la inocencia de los niños en el hondón del alma. Y ya se sabe que la infancia está teñida de pureza e inocencia, valores éstos tantas veces añorados en la vida diaria. Es esa la misma infancia que vestirá de blancos la tarde en El Salvador con la cofradía de la Borriquita.
La ciudad, por su parte, se transfigura durante los días Santos hasta el punto de que aquellas plazas y calles que durante el año atravesamos con el pulso acelerado de la vida cotidiana, se nos presentan nuevas, hermosas y prestas a acoger, nada menos, que el tránsito de Dios y de su Madre Santísima por ellas. Siempre se ha dicho que en Semana Santa, Sevilla es más Sevilla, aunque quizás sea más exacto decir que en la Semana Mayor Sevilla vuelve a ser la Sevilla de siempre, intemporal, al mirarse y recrearse en el espejo de su propia esencia, demasiadas veces empañado por nuestra propia indolencia. ¡Cuántas calles, cuya existencia nos pasa a diario inadvertida, atravesaremos estos días en busca de las cofradías! ¡Cuántos rincones redescubriremos por estos atajos de la ciudad!
Esta tarde, con andar presuroso, nos perderemos por los vericuetos del barrio de San Julián para buscar el llanto ingenuo de la Virgen de la Hiniesta bajo el cielo azul y plata de su paso. O quizás naveguemos entre los naranjos que festonean las calles de El Porvenir en busca de la estela blanca que va dejando a su paso la Virgen de la Paz, durante tantos años encargada de abrir los cortejos nazarenos. Tal vez volvamos a atravesar el puente para recorrer los travesaños de esa cruz que, en Triana, forman la calle San Jacinto con Pureza y San Jorge al encuentro anhelado con la pena de nácar de la Virgen de la Estrella. Y llegada que sea la noche nos adentraremos en el laberinto de calles que van desde San Esteban a San Roque tras el Señor de las Penas y la Virgen de Gracia y Esperanza, con el aire de ciudad trasoñada en las cales de estas recónditas callejas que tanto nos recuerdan al decorado de aquellas películas andaluzas de la posguerra.
Pero esto no es sólo lo que nos mueve para lanzarnos a las calles hasta hacerlas un hogar común durante siete días. Saldremos a buscar a Cristo y la Virgen. Esta afirmación no es, en absoluto, un tópico realizado de cara a la galería o para cubrir el expediente. Encierra una verdad rotunda, la verdad definitiva que está en la raíz de esta celebración tan nuestra. Esta semana que hoy gozosamente comenzamos nos traerá el encuentro con ese Cristo al que le aprendimos a rezar de la mano de nuestros padres como antes le rezaron ellos y a su vez sus padres y los padres de sus padres, eslabones todos de una cadena de devoción que se extiende por lo largo y ancho de nuestra historia. Llegará la oración a aquel Cristo a quien le rezarán también nuestros hijos, que hoy abrirán de par en par sus ojos y su corazón para que todo ese universo de devoción, de emoción y de sensaciones los invada marcándolos con la huella indeleble de lo aprendido en la infancia feliz, con la memoria aún virgen.
Será a lo mejor ese Cristo el de la Sagrada Cena, aquél que veíamos salir hace ya tanto tiempo de la iglesia de la Misericordia seguido de la gloria bajo palio de la Virgen del Subterráneo. Tal vez sea el mismo Cristo al que despojaban de sus vestiduras en San Bartolomé o el que permanece, igual que ayer que diría Caro Romero, sobre la peana dorada en San Juan de la Palma antecediendo a la apoteosis del llanto de la Virgen de la Amargura. Quizás sea el Cristo del Amor, el de la conmovedora alegoría del pelícano con la que aprendimos de niños cuál es la máxima expresión del amor.
Hoy empieza la semana más deseada del año, el gozo de esos siete días, como las vueltas que da el cordón que ciñe la cintura del Señor del Gran Poder, con una madrugada sin sueño y llena, repleta, de sueños. Hoy también empieza la Semana Santa en las manos del Señor de Sevilla. Hoy, como dijo Antonio Burgos, Sevilla la estrena para Él. Atrás se quedó la eterna espera. Hoy podemos afirmar que ha llegado. Abracemos este gozo que nada ni nadie nos puede arrebatar.