Hasta bien entrada la tarde no empezó a animarse seriamente la zona de las atracciones, que conserva casi todos sus viejos reclamos. Incluido el tiro al blanco. / Carlos Hernández Dolores viene tambaleándose al trote con dos garrafones de agua desde la caseta de atrás. Se le acaban de escapar tres clientes cuando han visto que no había nadie en el quiosquillo de helados. Ella no pierde la esperanza y los llama en inglés inventado: «¡Eh, muguis, muguiiiiis! [sea lo que sea lo que eso signifique.] ¡No irse, que hace mucha calor y os vais a deshidratar!», pero entre que ya habían dado tres pasos y que a los forasteros los asusta muchísimo que alguien los llame en plena calle (conducta harto sospechosa en este mundo de contactos meramente virtuales), adiós negocio. «¡Si es que no puede una estar en todo!», se lamenta ella, con la sonrisilla de impotencia con que los comerciantes sevillanos deshacen las telarañas de sus mostradores. «¡Ay, mi alma, si la cosa está que arde!», dice. Había una película de terror de los años ochenta titulada La cosa (The Thing), de John Carpenter. Bastante premonitoria de la situación actual, salvo porque la acción transcurría en el polo, y aquí, de polos, solo están los twister que vende Dolores por 2,5 euros. O mejor dicho:que intenta vender. Todo lo demás es un calor no apto para antropopitecos. Dura profesión, la de feriante. Los puestos de algodón de azúcar siguen siendo todo un clásico de las calles de los farolillos. / Carlos Hernández La frase que más oye desde su puestecillo es la que dicen algunos padres a sus hijos pidones: «No, aquí de eso no hay. Luego miramos en otro sitio». Thick as a Mojama, que habrían cantado los Jethro Tull si hubiesen tirado por las sevillanas en vez de por el rock sinfónico. Pero Dolores, que no sabe inglés salvo el indispensable para espantar a un turista lo dice a su manera:«La gente viene a la Feria con bolsas, como antiguamente. Con el bocadillo, el agua...». Pasan dos ancianas en ese instante con una bolsa blanca cargada de viandas y dice la heladera: «Ea, mire usted la juventud de hoy, je, je». Porque dinero no manejará la señora, pero gracia tiene para alicatar la esquina de Antonio Bienvenida con Rafael el Gallo, donde está su garita. «Una botellita de agua para tres, una granizada para cuatro... y así». Recaudación diaria total: «Ni para pipas». Dolores, feriante desde los tiempos del Prado de San Sebastián, es un mujer formateada a la antigua usanza, criada en los valores tradicionales. Tanto es así que no solo se persigna ante los coches fúnebres, sino «también cuando pasa una ambulancia». Todavía guarda luto en su corazón por su marido, «el hombre más bueno de la Tierra», sin menguarle una lágrima el hecho de que haga ya 32 años que se murió. A partir de ese momento aprendió que en esta vida hay dos tipos de cosas: las que no importan un pimiento y las que importan menos todavía. Desde esa saudable mentalidad destruida por la globalización, lo que le da coraje no es vender pocos helados, «¡qué se le va a hacer!», sino que la gente ni siquiera se pare a charlar medio minuto. Ni que fueran turistas. No muy lejos de allí, cerca del Puente de las Delicias, un turronero expone todo su porte de mercancías diversas. Tras sacar las guitarritas de juguete de una gran caja de cartón, se endiña un montadito de jamón y dice, entre mordisco y mordisco, que lo que más vende son las pistolillas. «Habladurías de la gente. ¿Recuperación? No, de eso nada. Va a peor. Pero bueno, a los niños hay que comprarles un juguete en la Feria, porque si no... Y entre eso y las garrapiñadas, que es lo que compran los mayores... por ahí nos libramos». Una joven vestida de flamenca pasa por delante de una de las grúas de peluches al comienzo de la Calle del Infierno. / Carlos Hernández Aunque librarse es un verbo de complicada conjugación. La clave de lo que está sucediendo en el negocio de los feriantes la da Manuel Ruiz Miranda, que lleva treinta años con su puestecillo de algodones de azúcar, casi al pie de la portada. También es dueño de un scalextric en la Calle del Infierno que regenta su hijo, así que dispone de elementos de juicio más que suficientes: «No es que haya menos dinero ni que haya menos gente. Lo que pasa es que está haciendo mucho calor y el público se retrae, se espera hasta que pase lo peor. Las tardes no son malas:se vende bien, pero las mañanas de la Feria son muy importantes, y este año no está habiendo mañanas, porque la gente no viene. Por la tarde, sí, pero ya lo perdido está perdido». Lo de los juguetillos es de lo más singular. En años anteriores, sorprendía la carreta del Oeste reciclada a lo rociero, que de rociero solo tenía un rótulo en la lona y que daba mucho el cante, porque el que conducía era enteramente John Wayne. Pero es que ayer vendían el arco y las flechas de Spiderman. ¿Qué será lo próximo? ¿La corneta de Darth Vader? Pues que a nadie le extrañe, porque el mundillo feriante necesita un revulsivo de inmediato. Y no es ninguna broma. «Este año tenemos los minions esa especie de supositorios amarillos con un ojo, y no valen chistes y los tamborcitos, pero falta lo que ha habido otras veces: un muñeco o algo que tire con fuerza, que cause sensación; un bombazo». Esa chochona, ese perrito piloto... Quien lo suscribe es Rafael Bustos, comerciante de los barracones que hay entre la Calle del Infierno y el Parque de los Príncipes. Pero eso es lo menos importante de todo cuanto dice. Lo principal es esto que viene ahora: «Este año le voy a dar la última oportunidad a la Feria de Sevilla». No es un desplante chulesco;es la llamada de auxilio de un industrial itinerante que ve cómo todo se le va en impuestos, en tasas y en comprobar cómo pasa de largo la gente por los puestos sin detenerse siquiera a mirar. Una muchacha contempla los diferentes tipos de dulces y turrones de uno de los puestos de la Feria. / Carlos Hernández «Mi abuelo vendía navajas en la Feria del Prado de San Sebastián, frente al Pabellón de Portugal. Entonces sí que se hacía negocio. Mi familia y yo somos de Ciudad Real, y fabricábamos navajas, que se vendían de maravilla. De hecho, en el pueblo mi abuelo era de los pudientes. Por eso, cuando ahora veo la tele y salen diciendo que hay más gente que nunca, me harto de reír: es mentira. Y la excusa esa de que hace mucho calor está ya muy quemada. ¿Cuándo no ha hecho calor en la Feria? Lo de ahora no es normal, sencillamente, no es normal. El lunes había aparatos de las atracciones cerrados a las dos de la madrugada, y yo eso no lo había visto jamás antes». Razón no le falta. Minutos después de charlar con él, en el cacharrito ese que se llama la Súper Olla, que básicamente es una bandeja con asientos por los bordes dando vueltas a ver quién se cae, decía el del micrófono a grito pelado: «¡Bueno, ¿alguno más va a subir y completamos el viaje?!» Y allí arriba el único que había era un niño más solo que la una, sentadito bajo los cartelones de las señoras macizas en lencería sadomaso. Nadie en la cola. «Entre el terreno y la luz, pago 4.000 euros por el puesto de turrones y juguetes. Y los hay que pagan más. ¿Te acuerdas de la de barracones de turrón y eso que había años atrás frente a la Feria, donde están los Padres Blancos? Todo eso estaba lleno, uno detrás de otro, y ahora quedan dos. Y ahí, en la acera del parque, igual. Ha sido una desbandada. Por eso digo que este año le voy a dar una última oportunidad a Sevilla, porque hay otras ferias por ahí donde pagas muchísimo menos y ganas lo mismo. Aquí, un año bueno puedes ganar 25.000 y más, y un año malo puedes ganar 10.000 o 12.000 euros. Descuéntale los 4.000, el sueldo de un empleado, y lo que te queda es para comer. En Almoradid, un pueblo de Alicante, por ejemplo, pago de sitio 67 euros y trabajo de seis de la tarde a dos de la mañana, y vendo lo mismo que aquí». Siendo así, la pregunta es clara: ¿Por qué no se van? «Pues porque aquí es muy complicado luego volver», explica Rafael. «Si sales, luego te cuesta mucho entrar». «Antes, en Sevilla, los terrenos eran por subasta. Salían todos a subasta un día y cada cual pujaba hasta donde podía. Pero un año, el Ayuntamiento dijo que eso se había acabado, y que cada cual conservaba el derecho a explotar la plaza que hubiese tenido el año anterior a precio de subasta. Y claro, los precios iban subiendo. Si la subasta había sido alta para algunos, la cosa se les ponía imposible». De momento, Rafael Bustos recorrerá las ferias del sur (San Juan, Alcalá de Guadaíra, El Rocío, Los Barrios...) y luego, en verano, seguirá por las de Alicante y Murcia, donde se venden más juguetillos «porque allí es costumbre lo que se denominar feriar, que es regalar juguetes: ¿qué quieres que te ferie el abuelo o el padrino?, se dice por allí». En el puestecillo de al lado, un chiquillo se lanza hacia los juguetes y su madre lo sujeta tirando de él como se tira de la maroma en los concursos por equipos. «¡A la vuelta!». Y Rafael se ríe. Así está la cosa. The Thing.