Un músico de country con armónica incorporada, confundiendo la fachada de Correos con un porche de Kentucky con hamaca, afinaba allí ayer su guitarra con la orgullosa indolencia de los estados del Sur, como si fuese posible oír algo bajo el estrépito del helicóptero de la policía que no hacía más que sobrevolar la Catedral. Se habría escapado alguna gárgola. Y no se le podría recriminar, porque razones para salir pitando de allí había unas cuantas: la primera, que quedan cuatro días para Semana Santa (y las gárgolas, como que no); la segunda, el referido helicóptero más el paisano de Tennessee; la tercera, el operario que, subido en un elevador de tijera colocado en las gradas del templo, le arrancaba a éste las inmundicias de las cornisas y se aseguraba de que no hubiese ninguna en tenguerengue. Motivos había bastantes más: toda la Avenida de la Constitución era ayer el inmenso preparativo de una fiesta a cargo de un pueblo entero, como en las películas americanas; faltaban las cuáqueras llevando limonada. Con el cauce central de esa vía cerrado al público con vallas coloradas, un puñado de hombres con monos azules rellenaban con gomas los raíles del tranvía, las tapas de alcantarilla y cuanto entresijo fuese susceptible de hacer trastabillar a nazarenos y costaleros. A un lado y otro de la Avenida, con su camión y sus escaleras, ocho electricistas reponían las bombillas fundidas de las farolas fernandinas. Que por cierto, cuatro no prendían.
La tarea se podía hacer gracias a que, esa madrugada, el Ayuntamiento había terminado de quitar las catenarias y la tensión que las alimentaba. Sólo quedaban ya ayer los tirantes o cables de un poste a otro, elementos que, según los afables trabajadores del alumbrado, ya no se habrán de ver hoy: esta noche habrán quedado todos recogidos a un lado de esos postes, para que no estorben el tránsito de las cofradías. Y en eso andaban unos y otros, en una hacendosa y ruidosa algarabía de técnicos, maquinaria, veladores llenos, mochileros y otros turistas, una descomunal excursión de colegio, otros músicos, varios mendigos, sevillanos por miles y hasta un extraño señor con un abrigo gris hasta los pies y unas gafas de sol que lo protegían del solazo traidor, para que se haga usted cargo de la alianza de civilizaciones, especies y criaturas que es Sevilla.
Las tribunas y los palcos, montados. Chapas rojas, sierras eléctricas, ingenios mecánicos, casquillos de la luz, un camión de Cocacola de medio lado en la Punta del Diamante. La Avenida apestaba a metal y a traqueteo. No así Sierpes, que olía a pintura. Una vez pasados los palcos (donde los trabajadores comentaron que las sillas de madera llegarán el viernes: otro aroma y otro sonido que añadir), Sierpes, igual de atestada que el resto de la Carrera Oficial, era un trasiego de empleados y dueños de tiendas repintando sus entradas y abrillantando los metales de sus pórticos: Francisco Pavón, Casa Ruiz, Maquedano. ¿Dará tiempo de quitar de al lado del Mercantil el cajón de obra de aluminio y de garantizar que no se desplomará ningún cascote del edificio protegido con mallas? Hay una pelea de perros de balcón a balcón. La cuponera canta el 71. En Lasso de la Vega, Pichardo todavía tiene en su escaparate las colgaduras de Navidad. No salimos de una y nos metemos en otra. Quien no disfruta de Sevilla es porque no quiere.