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Sembrando semillas del Periodismo

Seis veinteañeros exbecarios relatan qué aprendieron durante sus prácticas.

el 16 nov 2013 / 21:32 h.

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Han hablado los colegas veteranos, las personalidades distinguidas, los eximios prohombres de la ciudad, el lucero del alba, y no ha opinado Rita la Cantaora porque la pobre lleva muerta desde 1937, que si no también habría dejado en estas páginas la reseña de sus vivencias con Pepe Guzmán y con el mismísimo Spínola, eterno salvador de este remanso de uñas comidas llamado El Correo de Andalucía. Todos han vaciado aquí sus impresiones, sus anécdotas y su memoria correística, y han contado lo que significa para ellos tanto este periódico como su supervivencia. Pero faltaban las voces imprescindibles de aquellos a quienes los años aún no han hecho olvidar ni superar siquiera esa etapa mágica, sacrificada, turbadora (y perturbadora), desquiciante, bellísima y melodramática que se resume en una palabra para algunos maldita; para otros, redentora: becarios. Casi todos los que algún día se ganaron la consideración de periodistas en Sevilla comenzaron balbuceando en la redacción de este periódico, como meritorios (que se decía antes), como becarios que las universidades mandaban para que aprendieran el oficio de 7 a 9 y salir ilesos, sin saber que tal cosa es imposible; sin saber que el proceso de vampirización del periodismo, el trance durante el cual se convierte la sangre en tinta, es fulminante, dolorosísimo, corrosivo, irreversible, irremediable. Con los años, esa impresión primera, ese abandonar la placidez de la vida mortal para transformarse en una criatura con otra mirada y otro olfato y otro concepto de la felicidad, todo eso se va disolviendo en el magma de las pasiones de la profesión. Pero a ellos, a los que pasearon no hace mucho su lampiña y sonrosada adolescencia por este recinto sagrado, a esos aún les tiembla el labio inferior al recordar cómo les latía el corazón. Tal vez a día de hoy aún ignoran (o fingen que ignoran) que está en sus manos preservar el periodismo de la profanación a la que los poderes más inconfesables ansían someterlo; que son ellos quienes están llamados a mantenerlo vivo como sea para que no se nos muera todo lo demás. Pero lo sepan o no, se antoja prometedor el que todos ellos compartan, en sus escritos sobre lo que supuso su paso por El Correo, palabras como emoción, amor, descubrimiento... Solo a partir de ciertas palabras (de esas palabras) es posible desembocar en una forma de sentir y de soñar tan hermosa como para que merezca la pena entregarle la vida. Algunos de los que hoy escriben desde esa condición de exbecarios ya tienen trabajo; otros siguen buscándolo. Si con sus voces logran contagiar a alguien esta bendita enfermedad nerviosa, tal vez el mundo no esté tan perdido como quieren hacernos creer. Sentirse arropado, por Manu Torres Conocen esa sensación del primer amor? ¿Esa mezcla de ilusión y miedos que te hacen caminar con cierto halo de inseguridad? Pues imagínense a un chico que apenas rondaba los 20 años. Por delante la puerta de más de 100 años de Periodismo. ¿Qué habría tras esa puerta? ¿Estaría a la altura? ¿Qué pintaba yo allí? Miedos que desaparecieron cuando a los pocos días me fui dando cuenta de que no había entrado en un medio de comunicación, sino en una gran familia. Inquieto, como glotón que picotea de todo en un buffet libre, pasé por varias secciones hasta que encontré mi sitio, y vaya sitio. Una hilera de ordenadores donde se ponía voz nada más y nada menos que a 104 municipios, mi querida Provincia. Porque poco a poco me fui dando cuenta de que El Correo era eso, voz, la voz de la libertad, del pueblo y sobre todo de algo tan necesario como la información. Cual espada que forja el herrero, entre aquellas cuatro paredes los herreros de la pluma y el papel fueron forjando a aquel chico que apenas sabía de la vida. Horas y horas delante de un ordenador donde esa esponja, que era y soy yo, iba absorbiendo conocimientos, experiencias y sabiduría. ¿Conocen esa sensación del primer beso? Pues las mismas mariposas recorrieron mi estómago cuando aquello que durante horas plasmé en una plantilla un buen día llegó a mis manos. La tinta y ese tacto cada vez más desconocido del papel de periódico  recogían bajo mi firma un sueño, el de sentirse periodista por primera vez. Todavía recuerdo esa tremenda nevada que cubrió mi pueblo, Carmona, de un blanco inigualable. Lo recuerdo porque aquella foto, aquella marabunta de paraguas y niños jugando en la nieve que capté con mi cámara, todavía sigue adornando la pared de mi salón, como hace años adornó la portada algo que sentía como mío, El Correo de Andalucía. ¿Conocen esa sensación de sentirse arropado? Cuando se está en terreno desconocido ¿qué podría hacer uno sin el apoyo de los demás? Pues la manta de la experiencia, del compañerismo y la amistad son el mayor tesoro que guardo de aquellos días. Alegría y orgullo que aún conservo cuando en los corrillos periodísticos que tanto se estilan alguien menciona a alguno de los compañeros que están, o desgraciadamente ya no, en El Correo  y espeto un.. ¡Yo trabajé con él, o con ella! Con una maleta llena de conocimientos y un corazón lleno de experiencias llegó el momento de coger el tren. Pero me resistía, mi trabajo podría estar en otro lado, pero en aquella silla había dejado una parte de mí. Por eso cada vez que podía me escapaba a la redacción para volver a respirar aquel ambiente y de paso dejar allí unas de las codiciadas tortas inglesas de Carmona. ¡Cuánto ha llovido desde la última vez! ¿Conocen ese anhelo de una novia de verano? Eso es lo que siento al escribir estas letras. Anhelo las tardes de trabajo y risas con unas personas que de compañeros se tornaron amigos, en un trabajo, que de trabajo se tornó en casa y cuyos cimientos sólo se sostienen por el esfuerzo de aquellos que poco a poco la han construido, a ella y a mí. Por los dos, Gracias. Yo escribí en El Correo, por Javier Blanco Y hoy vuelvo a hacerlo. Emocionado, muy feliz. Aún recuerdo la primera vez que pisé la redacción de El Correo de Andalucía. Fue el miércoles 23 de abril de 2008. Tenía por entonces veinte años y la única pero gran experiencia de haber debutado en las ondas de Radio Sevilla: Antonio Yélamo, por entonces director de Informativos, me había dado mi primera oportunidad en el matinal de Andalucía. Inolvidable. Enamorado de la radio, y tras mi primer contacto con la televisión en la Localia de Inés Porro y Paco Mesa, llegaba el momento de terminar la beca multimedia que tantos jóvenes periodistas formó en Sevilla gracias a Javier Márquez y Diego Suárez. Con él, subdirector de El Correo por aquella época, me encontré esa mañana. Recuerdo perfectamente que le pedí formar parte de la sección Sevilla. Comenzaba así un nuevo reto que me enseñó a ser periodista. Aprendí a contar historias, a poner el corazón en cada palabra. En eso consiste la profesión más bonita del mundo. Fueron cuatro meses y una vida. Siempre me habían dicho que un buen periodista se forja a fuego en la redacción de un periódico. Estoy de acuerdo. Carmen Rengel, Pepe Gómez, Manuel Jesús Fernández y Carmen Prieto me contagiaron esa pasión por mejorar la sociedad con mi trabajo. No hubo tregua, y esa misma tarde, la primera, Carlota Muñoz me mandó a las 3.000 con un bolígrafo y un cuaderno en blanco a buscar una crónica para la última página de la sección. Acostumbrado a ruedas de prensa, presentaciones y protestas micrófono en ristre, descubrí un nuevo mundo a explorar: el gran valor de lo cotidiano, de la cercanía, de los sentimientos humanos más profundos. Cada día despertaba con más ganas, pensando temas, intentando convencer a Carlota, Felipe Villegas e incluso a Diego, mis verdaderos tutores en esta aventura, de que aunque fuera becario podía firmar grandes historias. Ellos creyeron en mí, y gracias a su confianza, al recuerdo de aquel verano en El Correo de Andalucía, no he dejado de crecer personal y profesionalmente. Desde una cata de café que me dejó sin dormir toda la noche o la crónica de la salida del Rocío de Triana hacia la Aldea hasta la llegada de los niños bielorrusos o el descubrimiento de una excavación en Egipto por parte de una sevillana. Conservo todos los recortes archivados en una carpeta como lo que son para mí, un tesoro: el recuerdo de un tiempo muy feliz. También las revistas de Más Pasión 7, donde colaboré un par de años escribiendo reportajes, pateando las calles con el fotógrafo Manuel Agüera. Cuando pienso en El Correo me acuerdo de la llegada, una tarde, de Juan Carlos Blanco como subdirector. Antonio Hernández Rodicio estaba al frente de un proyecto ilusionante. Y de una frase, aplicable a ellos y a tantos otros periodistas como Iñaki y Javier Alonso, Juan Rubio o Iria Comesaña, de una de mis películas preferidas, Cinema Paradiso: “Hagas lo que hagas, ámalo”. Yo lo intento, al igual que estos grandes profesionales que, a pesar de las dificultades, lo siguen haciendo cada día en el periódico donde aprendimos a soñar escribiendo. Merecen seguir cumpliéndolo. Yo hoy he vuelto a hacerlo. Porque yo escribí en El Correo. Contigo aprendí, por Alba Póveda Contigo aprendí que las entrevistas no son simples preguntas que se formulan y otra persona contesta. Descubrí que detrás de un reportaje había vida; no solo letras y puntos. Que las imágenes no están para adornar, sino para acompañar a los titulares, para informar. Contigo empecé a ser periodista. Aprendí que en la Universidad uno no se cultiva como profesional, sino que solo sale con alguna clave –un lejano recuerdo en la mente del recién licenciado–. En la facultad te enseñan, unos mejor que otros, pero donde uno empieza a sentirse periodista es en las redacciones. Fue en la tuya donde empecé a ponerme mi profesión como apellido. Todavía no sé por qué puse tu nombre cuando solicité una redacción para hacer prácticas, pero volvería a escribir con aquel bolígrafo azul “El Correo de Andalucía”. Recorrí cerca de 700 kilómetros y crucé unas puertas de una redacción que al cabo de dos meses sería mi casa. Me acogiste sin dudarlo, tú y todos los periodistas que hacen de ti el respetable periódico que, desde hace más de un siglo –pocos pueden decir esto-, cuenta la vida de los sevillanos. Pese a mi condición de extranjera y becaria, me sentí una más. “¿Qué tal se te da la economía?”, me preguntó Juan Carlos Blanco el primer día. “Bueno”, contesté –mi cara, estoy segura, decía todo lo contrario–. No recuerdo exactamente sus siguientes palabras, pero me prometió que con Juan, Isa y Clara iba a acabar enganchada al periodismo económico. Aquel verano de primas de riesgo y de pactos entre partidos para fijar el techo de la deuda descubrí que la de Economía era mi sección. Aquel año donde volvieron a bailar las vajillas de La Cartuja, donde los sevillanos plantaban cara a la crisis y apostaban por emprender, aprendí la importancia de lo cercano. Disfruté tanto en tu redacción, que aquel 31 de agosto de 2011 ya tenía decidido dónde iba a veranear un año después. Volví. Ya solo quedaban cenizas de una sección que me había cautivado. ¿Dónde iba a escribir? Seguía siendo extranjera, pero no supuso ningún obstáculo para aprender de Sevilla y sus ciudadanos. Nuevos-viejos compañeros con los que parecía que llevaba años trabajando. Dos meses después –consciente de que la situación por la que atravesabas no me iba a permitir volver–, te abandoné orgullosa de formar parte de la historia del decano de la prensa sevillana. Tres meses después de licenciarme como periodista, poco me acuerdo de lo que recetaban los profesores y expertos en Periodismo. Sin embargo, jamás se borrarán de mi mente aquella rata que okupó durante una semana la vida de una familia, la joven que apostó por los vinos de su pueblo ni las miradas de los niños del Polígono Sur por disfrutar un día en su Guadalquivir, entre muchas otras historias sevillanas. Si algún día dejas de contar las historias de esas personas, no sólo dejarás huérfanos a los sevillanos, sino que todos aquellos que un día optamos por el periodismo como filosofía de vida, nos quedaremos sin una de las mejores escuelas que nutren a los inexpertos juntaletras. La revolución de las plumas, por Sebastián Ruiz Negociamos poco. Los escasos centímetros de mi vida laboral no me permitían aires de grandeza. El trato era hacerle el amor a la profesión durante nueve meses como becario en un espacio de aire que presumía de ser el decano de la prensa en Sevilla. El Correo de Andalucía. Uno, que todavía no tenía claro ni el concepto de los signos ortográficos ni los géneros periodísticos, parpadeaba ante una constelación ubicada en el paralelo Américo Vespucio. Iba a ser mi escuela. Mi casa. Aunque el olor a fusta revenida, ventiladores de rejillas y humo de cigarro no fuera como en el cine. En duermevelas, tardas un rato en aprender que los tiempos en una redacción se miden por llamadas de teléfono, teletipos de última hora y correcciones de los jefes de sección. Era mi temida frase de Carlota: “Dale otra vueltecita”. Era cuando uno cuestionaba aquello de García Márquez del mejor oficio del mundo. –Lo será para ti, pensaba–. Y era cuando admirabas la santa paciencia de tus compañeros que querían llevarte de la mano en esta etapa: cuando Iria encontraba un paréntesis hecho playa para explicarte el enfoque más acertado de la noticia; cuando Felipe sacaba algún dato milagroso que te daría el indulto para irte de noche a casa –¡y por qué no a las 18.00h. de la tarde y sí a las 21.30h.!–; cuando Manolo, Pepe y Carmen te hacían la Carrera Oficial durante todo el año a base de golpe de teclado; cuando Juan me explicaba economía entre cafeses; cuando compartía ídolos y sueños africanos con Rengel viajando con libreta y boli por el mundo; cuando Alejandro se fumaba los libros en la escalera de la entrada entre párrafo y titular; cuando Diego me abría su despacho para escuchar el inventario de ideas descabelladas de aprendiz. Gracias. Esa esencia que insuflé y me hizo crecer, me ha hecho comprender cuánto amaban también ellos a esta musa que hoy en formación de defensa grita. Que ha destapado a todos los amantes de la ciudad para agarrar bien fuerte el timón. No deja de ser una realidad que El Correo de Andalucía alberga la casa y el escritorio de cada uno de los que hemos pasado por allí. Y se me (nos) van los adjetivos para hacerle cosquillas y martillear al poder que está manipulando la enjundia de esta encrucijada. Ánimo compañeros, lo conseguiréis. La revolución de plumas que está teniendo lugar es una enseñanza para todos los periodistas y para todos los ciudadanos. Un do de pecho en la libertad y el ejercicio del periodismo. Por esta razón, y tantas otras, tienen que seguir amaneciendo portadas de El Correo de Andalucía: para que los jóvenes becarios aprendan de esta escuela; para que la memoria de la ciudad continúe holgada y abierta; para que las historias que quedan por escribirse lo hagan con el mejor barniz, el de la rigurosidad y la profesionalidad; para que el titular nos despierte de madrugada para decirnos que la redacción en armas, venció. El periodismo de cercanía, por José Antonio Cano Trabajé en El Correo de Andalucía sólo seis meses, como becario, en la sección de Economía. Allí trabajé junto a Juan Rubio, Isabel Campanario y Clara Campos, que sobre todo se cachondearon de mí, pero que me trataron bastante bien y de los que aprendí mucho. De Juan, sobre todo, a hablar bajito para que no se entere de lo que dices nadie a quien no dejes acercarse lo suficiente, lección muy útil en el periodismo y en todos los aspectos de la vida en general. Al mes y pico de estar allí tuve que entrevistar a un sindicalista veterano, de los que literalmente ya no quedan, con el que quedé por la zona de la calle Laraña. El individuo me arrastró desde la esquina donde habíamos quedado hasta la antigua sede de El Correo y me explicó que no era la primera vez que lo entrevistaban para el periódico. Que ya fue en alguna ocasión a la redacción a primeros de los 70, y que en la puerta había policías de paisano tomando nota sin ningún disimulo de quién entraba y salía. Porque si iba a que lo entrevistas en en El Correo, tenía que ser peligroso. Sobre todo, lo que hacía era los reportajes dominicales sobre empresas locales, lo que en aquel momento me resultó muy útil por diversas razones. Primero, que no me hacían ir a ruedas de prensa por la mañana, pero no me reñían porque les resolvía una papeleta que para ellos era un coñazo, una molestia. Segundo, porque aprendí bastante economía a base de enterarme a qué se dedicaban las pymes de Sevilla y provincia, porque había que empollarse un mínimo el sector de cada cual –y lo normal es que la página acababa llena de tachones y con un “dale una vuelta, anda”–. Y tercero, que ese periodismo de cercanía es muy agradecido, que puede hacerse de forma que sea información útil para el que lo lee y con los protagonistas quedándose contento sin necesidad de que sea o parezca un publirreportaje ni peloteo barato. Eso cuesta, y te tienen que corregir, pero que es posible hacer prensa local sin caer en la autocomplacencia lo aprendí en El Correo. Y también que para comprobar si la gente está sacando dinero de los bancos en plan corralito no está de más llamar a unas cuantas empresas de cajas fuertes a ver si las ventas están aumentando. Durante la época de aquellas prácticas, por cierto, servidor tenía otro trabajo, al que le dedicaba las mañanas, colaborando en los suplementos de otro medio, gracias al cual no tenía que pedirles dinero a mis padres para ir y venir desde el pueblo hasta la Cartuja. No lo digo por quejarme, porque yo no era una excepción –creo que entramos 15 becarios en aquella tanda– y al menos mi otro trabajo también era de periodista. Una amiga estaba de azafata de congresos, y también le ganaba más que a las prácticas, que eran de unos 140 euros al mes antes de impuestos, lo justito para el bus y comer en la cafetería de la facultad alguna vez. Este tipo de circunstancias tampoco eran privativas de El Correo, claro. Se daban y se siguen dando en todos los medios, escritos o audiovisuales, de Sevilla, de Andalucía y de España. Pero tampoco está de más recordarlo. Aunque suena a fórmula, a peloteo, o a cachondeo, fueron seis meses bastante decisivos en mi formación como periodista y los últimos que pasé trabajando en una redacción propiamente dicha. Y se nota. Se nota mucho. Si van a ir cerrando las redacciones que sus miembros están dispuestos a acampar dentro para defender, que no son todas ni mucho menos, esto que llamamos periodismo tendrá poca solución. Más que un periódico, por Christopher Rivas Recuerdo el día que entré en El Correo. No estaba sólo. Éramos una docena de estudiantes. Todos comenzábamos de prácticas en el periódico que se hacía a unos metros de la facultad. Nos recibió Diego, era el subdirector y nuestro tutor. Durante la reunión explicó labores y tareas. Yo oí que uno debía ir a infografía, así que me lancé. Tenía cero conocimientos de aquello, pero lo tomé como un reto. Desde entonces me sentaba cada tarde junto a Txetxu, el responsable de Infografía. Empecé a robarle pequeños ratos en los que fui aprendiendo. En unas semanas ya me sentía útil. Yo no escribía, pero tenía que leer y documentarme más porque sólo así sería capaz de organizar las ideas para que aquel dibujo ayudase a entender la información a la que acompañaba. Entonces se empezaba a hablar de recesión, esa que acabó siendo la mayor crisis en mucho tiempo, así que tuve que familiarizarme con las subprimes, el paro, o Lehman Brothers. Mi salvación fue estar sentado junto a los compañeros de Economía. Allí aprovechaba cada ocasión para intentar entender eso que para casi todos era nuevo. Juan, Isabel o Clara me explicaban. Las conclusiones ya eran cosa mía, claro. Tras algunos meses decidí contarle a Diego que también quería escribir. Él me presentó a César. Con él aprenderás a hacer cosas distintas, me dijo. Y no se equivocaba. Aquel hombre cordial cuya mesa estaba en la otra punta de la redacción hizo que abriese los ojos. Me dijo que cuando saliera, camino a casa, no dejase de mirar todo a mi alrededor. Donde menos lo esperas hay una cosa que merece ser contada. Por muy estúpida que pueda parecer. Lo que dicho así parece obvio, no lo es cuando estás inmerso en una marea de correos, cartas y tareas en tu cuaderno. Todas ellas supeditadas a lo urgente: el periódico hay que cerrarlo porque en horas estará en la calle. Gracias a César pude ver que hasta lo más normal puede tener una increíble historia tras de sí. Todo lo que compartí con los compañeros que hacen El Correo no cabría en estas líneas. Tuve entonces la suerte de conocerlos, robarles algo de tiempo, conversar, debatir, o tomar café con ellos, mientras revisaba una y otra vez los textos. Como periodista, fue vital aprender de profesionales con años a sus espaldas. En una frase podían resumirte una semana entera de ensayos y errores propios. A veces no te quedabas convencido con una corrección, pero al final era pertinente, y cuando te dabas cuenta, aprendías más. Igual que pasados los años uno llama “mi colegio” al lugar donde estudió, los que hemos pasado por El Correo también llevamos algo de él. Por eso mismo hoy nos toca a muchos levantar la voz no sólo por su futuro, sino por una parte de la historia de Sevilla, del periodismo andaluz y de nosotros mismos. El Correo, es para muchos, algo más que un periódico, por eso tiene que seguir su curso como un río que seguirá formando a generaciones de periodistas de nuestra tierra.

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