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Sevilla, propiedad privada

Nada que objetar. La opinión es libre y comprendo que el amor por una ciudad como Sevilla sea infinito e incombustible. No existe pretensión más hermosa que la de legar a nuestros hijos los paisajes de la memoria en los que hemos sido felices, los que nos reconfortan y reviven.

el 14 sep 2009 / 20:16 h.

El problema de Sevilla es que hay demasiada gente que tiene las escrituras de propiedad de la ciudad. Algunos se quedan como guardeses usufructuarios el casco antiguo.Otros, se apropian del llamado patrimonio inmaterial, del que son exclusivos albaceas. Es el mal de amor, que ciega tanto como encadila. Estetas, inmovilistas, pasticheros y esencialistas. He ahí el debate.

Nada que objetar. La opinión es libre y comprendo que el amor por una ciudad como Sevilla sea infinito e incombustible. No existe pretensión más hermosa que la de legar a nuestros hijos los paisajes de la memoria en los que hemos sido felices, los que nos reconfortan y reviven. El aroma y la perdurabilidad de lo que consideramos auténtico e inmarcesible, lo que no debe tocarse por que así es la rosa. Nada que oponer. Pero sí algo que solicitar: que nos permitan a todos, con la reciprocidad inteligente que le presumimos a los más críticos detractores de cuanto proyecto se acomete en el casco histórico de la ciudad, que quienes poseemos visiones opuestas también ejerzamos nuestra libertad de opinar, nuestra capacidad de entender la ciudad de forma complementaria y nuestra misma vocación de legar paisajes, texturas y evoluciones urbanas sin merecer por ello la descalificación ramplona ni la acusación sumaria de complicidades destructoras.

La ciudad de Sevilla ha recuperado al menos tres espacios urbanos condenados al ostracismo por la desidia institucional, el desinterés ciudadano y el estrabismo silente de los críticos que reverdecen hoy ante la acción municipal: la Avenida y el entorno de Plaza Nueva, la Alameda y la Alfalfa. Trabaja a la vez para rescatar a la Encarnación de la provisionalidad inane de tantos años. Y ha implantado -gracias al decidido empuje de la anterior portavoz de IU, Paula Garvín- una red de carriles bicis de acreditado éxito. En los tres casos, el resultado de puesta en valor de estos enclaves ha sido notable. La Avenida se ha despojado del paso de decenas de miles de coches y autobuses diarios que exhalaban el CO2 que se adhería al conjunto patrimonial de la catedral y su entorno como escamas contaminantes. La Alameda es hoy también un lugar para los ciudadanos, un entorno en pleno crecimiento económico y un enclave destinado a acoger las tendencias culturales y de ocio más vanguardistas y creativas de la ciudad. Es decir, es hoy una zona llamada a generar riqueza para Sevilla y los sevillanos. Lo que era la Alameda hasta hace sólo unos años no hace falta recordarlo. No hay más que analizar la evolución del precio de los pisos y locales comerciales en el entorno y la apreciación ciudadana. En la Alfalfa el rey era el coche. Aceras atestadas de vehículos y tránsito imposible. Hoy existe una pequeña plaza, recoleta, con un miniparque infantil. El tráfico se ha derivado hacia las vías de salida laterales y la zona rezuma placidez. La Encarnación, en tránsito hacia su futuro, es un melón por calar. El Ayuntamiento ha optado por la solución más controvertida, excesiva si quieren, la que dejará más huella y más heridas, la obra de los parasoles será polémica y tan legítimamente defendida como denostada, pero también traerá debajo del brazo el resurgir del decaído eje de Regina-Puente Pellón. Los periódicos se llenarán con mensajes de apóstoles del mal y opiniones de los apologetas del bien.

Cierto es que nada se ha destruido en la ciudad hasta ahora. Todo se puede sustituir o deponer, mejorar, modificar o complementar. Lo que se impone es un criterio de acompasar las reformas a la estética del tiempo que vivimos. Y se está haciendo en una ciudad y en un entorno demasiado acostumbrado a rechazar como cuerpo extraño cualquier estética posterior a la tramoya barroca. Por eso abunda el pastiche, que es el peor de los males de una ciudad de primera división. Pero no conviene sumergirse en la autocomplacencia vana, sino en la crítica razonable, que siempre ayuda más a caminar que la borrachera de éxitos y, por supuesto, que el látigo redentor insobornable que goza más con el golpeo que con su pretendido efecto benefactor. Por eso hay que decir que la peatonalización de la Avenida es imperfecta. El Metrocentro ha llevado aparejada las horrendas catenarias, que deben desaparecer cuanto antes de todo el trazado, no sólo de la fachada prevista desde el Archivo a Plaza Nueva. Sólo las prisas electorales explican la elección de postes tan agresivos.

Claro, que habría que preguntarse qué se hubiera dicho y escrito si el Ayuntamiento no hubiera inaugurado el tranvía antes de las elecciones. Trabajar bajo una presión tan exagerada trae estas cosas. Y tampoco parece conveniente sucumbir a la histeria que se intenta imponer por la contaminación visual de las catenarias frente al tozudo silencio que los mismos vociferantes mantenían cuando el tráfico contaminaba cada día la piedra protegida como patrimonio de la humanidad.

La Alameda, repito, a mi juicio, ha recuperado un espacio urbano en el casco extraordinario y ha puesto las bases del despegue económico de la zona, pero estéticamente me parece un proyecto fallido. Ni la grisura desértica del bulevar ni las vulgares farolas de barriada ni el tono amarillento aportan nada. Nada que ver con las acertadas farolas de la Alfalfa o la Plaza del Pan -otro ex contenedor de coches- por ejemplo. ¿Cuestión de gustos? Sí, fundamentalmente. Pero también es cuestión de criterio y de la comprensión del fenómeno estético de nuestro tiempo e incluso de su compromiso con la sostenibilidad.

Pero, definitivamente, no se entiende que el estado de opinión en Sevilla sólo se desate como acción-reacción al movimiento. Cuando se diseñan y ejecutan proyectos se expande el furor crítico. Nada está derecho. Nadie quiere a esta ciudad, víctima ilustre de la ignorancia y el catetismo arribista. Pero a la falacia compulsiva que intenta establecer como cierta la destrucción de la ciudad actual le falta carácter preventivo. Podríamos ensayar por ejemplo con la Plaza del Duque, otro de los espacios troncales del casco, uno de los distribuidores vertebrales del comercio y la vida ciudadana. Nadie parece detenerse en el aspecto que presenta la plaza, tomada por caravanas y remolques, atestada de puestos ambulantes (una contradicción: lo ambulante convertido en estable) cubiertos por toldos o sábanas tipo Tinduf. Un dédalo imposible de cruzar sin el hilo de Ariadna que te lleve de la acera del Corte Inglés a la de la calle Tarifa salvo rodeando la plaza, blindada de ciclomotores, que en algún lado tendrán que aparcar, claro. En fin, el Duque, una plaza convertida en un adefesio en el corazón de la ciudad. En un mamarracho integral. Pero que no se le ocurra al Ayuntamiento actuar. Alguien dirá que los carromatos metálicos y los tenderetes son una tradición, magma de la memoria de la ciudad, poesía efímera de nuestros días, el clasicismo del orden dentro del desorden. Todo y cualquier cosa, antes que enfrentarse a unas luminarias distintas, a unos bancos sin forja o a un Ayuntamiento depredador dispuesto a rematar a la ciudad. El Duque, una tradición. Y con las tradiciones, ya se sabe, no se juega. Ni se transforman.

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