Por Francisco Gil Chaparro / Periodista La recuerdo perfectamente. Son de esas imágenes que tengo grabadas en la mente y que siempre me acompañarán. Yo tenía 16 años de edad. Una mañana acudí con mi madre al ambulatorio, no recuerdo, sin embargo, para qué, y, como es habitual, nos sentamos a la espera de que fuera nuestro turno. Al poco tiempo llegó un hombre, se sentó delante nuestra, abrió un periódico y comenzó a leerlo. Me fijé en la cabecera. Era El Correo de Andalucía. Cuando salimos a la calle, pasamos junto a un kiosco de prensa y le dije de pronto a mi madre que quería comprar un periódico. Me dio una moneda, me acerqué al kiosquero y le pedí El Correo. Desde entonces, siempre me ha acompañado. En aquel momento no se me había pasado por la cabeza que algún día llegaría a ser periodista, y menos que me pasaría veinte años de mi vida en él. Lo que sí sé es que desde aquel día guardaba el dinero que me daban mis padres cada domingo, y lo administraba para poder comprar El Correo. Y así lo hice todos los días de mi vida, incluso cuando trabajaba ya en el periódico, hasta que un tal Fernando Orgambides, con el respaldo del Grupo Prisa, decidió que yo no le interesaba. Bueno, ni yo, ni Antonio Ramos Espejo, ni Antonio Avendaño, ni Rafael Guerrero, ni Tomás Furest, ni Pepe Iglesias ni otros muchos compañeros que sólo cometieron el pecado de ser unos auténticos profesionales. Jamás fui tan feliz en mi vida, desde el punto de vista personal y profesional, como en los años en los que formé parte de él; salvando a mi mujer y mis hijos, evidentemente. Y fui feliz porque dentro del periódico se respiraba libertad. Nosotros sabíamos que no teníamos el tirón de otros periódicos, que éramos los que menos vendíamos y los que menos influencia teníamos en la ciudad, pero nadie nos ganaba en ilusión, en entrega y, en muchos aspectos, en calidad periodística. Jamás tuve tampoco un director que me dijera si había que caminar por aquí o por allí. En los años que fui jefe de Sección, me sentí tan libre como ahora. Y siempre fue un orgullo forjar la vida, dentro de nuestra modestia, de no sé cuantos compañeros y compañeras que pasaron por nuestra Redacción y que hoy son profesionales consolidados. Estos días en los que siento y padezco la situación por la que pasa el decano de la prensa sevillana, me revuelvo en mi conciencia de sevillano, de andaluz y de periodista, y me acuerdo de todos aquellos que se dedican a meterse a empresarios de la comunicación sin tener ni la más remota idea de qué significan los medios y, sobre todo, de cómo hay que gestionarlos. Un periódico no es una fábrica de tornillos. Un periódico es el resultado de conjugar esfuerzo económico con una plantilla capacitada que sepa llenar sus páginas de verdadera información y opinión. Y ello requiere invertir en sus profesionales, que son su gran capital. Todo lo que no sea así es condenarlo a su desaparición. Y ejemplos, por desgracia, tenemos muchos. Eso sí, El Correo tiene una gran ventaja sobre todos ellos: el beato Spínola, al que yo, al menos, me encomiendo todos estos días.