Si las líneas marcadas por la subcomisión del aborto del Congreso de los Diputados y por el informe del Comité de Expertos del Gobierno se consolidan, y todo parece indicar que así será, la futura Ley de Interrupción Voluntaria del Embarazo operará una transmutación en la concepción jurídica del aborto en este país. En la nueva ley, el aborto saldrá del Código Penal, pasará de ser un acto criminal, descriminalizado en supuestos concretos, a ser un derecho de las mujeres, sujeto, como todos los derechos, a límites, en este caso temporales. Esta transmutación es fruto de un cambio de enfoque, que sitúa en el punto de mira de la regulación del aborto a las mujeres embarazadas, y no al feto, como hasta ahora. Cambio de enfoque que deriva a su vez de la toma de conciencia de que estamos en el terreno de la igualdad del género, de que el acceso al aborto juega un papel central en la articulación por las mujeres de sus proyectos de vida, en la definición de roles de género origen de desigualdades estructurales.
Desde la perspectiva de la igualdad, el aborto es un derecho de las mujeres. Y lo es porque los embarazos no deseados sólo gravan nuestros cuerpos. No creo que a nadie le guste abortar, y lo cierto es que los hombres no tienen que hacerlo. El acceso al aborto debe ser un derecho, pero su reconocimiento no puede hacernos olvidar que la igualdad bien entendida pasa por evitar embarazos no deseados, y por asumir que evitarlos es responsabilidad de hombres y mujeres por igual. Algo estamos haciendo mal en materia de educación sexual y la futura regulación del aborto no debe anestesiar nuestra sensibilidad sobre este tema. Ni debe hacernos olvidar que en el origen de muchos abortos hay circunstancias sociales discriminatorias. No podemos permitir que el derecho al aborto actúe como tapadera de desigualdades sociales profundas.
Profesora de Derecho Constitucional y miembro del Consejo Editorial de El Correo
