Nadie que, de modo más o menos profesional, se dedique hoy al noble oficio de la escritura está en condiciones de maldecir o renegar de las webs, o incluso de los blogs; sin embargo, a lo que sí puede y debe aspirar es a no yoyear demasiado, que diría Sánchez Ferlosio, a través de la red; o, dicho de otro modo, a no escupir su recalcitrante humanidad a los ojos curiosos de sus lectores.
Hemos visto webs en cuya página de inicio, el autor, con una vanidad digna de mejor causa, se presenta en virtud de una imponente fotografía que brota de la pantalla como un arácnido monstruoso.
Hemos visto webs que hablan en primera persona, subrayando el perfil del héroe como si sus proezas tuvieran importancia alguna para alguien que no fuese él mismo o sus allegados. Hemos visto blogs en la que el autor, a modo de Juan Palomo, se replica a través de un alias, y en los que, siguiendo el rancio principio según el cual el mundo valora los méritos en proporción directa al pisto que uno se da, se atribuye un currículo que para sí quisiera un Premio Nobel. Y hemos visto blogs con entradas que parecen vertederos de las propias miserias, catalizadores de las frustraciones más íntimas y sesiones terapéuticas para los excesos de egolatría. ¡Qué castigo contemporáneo! ¡Qué falta de pudor!
Cierto es que en un universo cibernético que se despliega en círculos concéntricos, esas webs y esos blogs son como gotas de rocío que va a parar al ancho mar del olvido. Carecen de importancia, y valen lo que su propio autor. Son páginas que se llevará el viento, ese mismo viento que ahora nos arroja toda esa exuberancia de narcisismo a los ojos.
Hablando de escritores, aborrezco el ejercicio adolescente de la escritura. ¿Qué quiero decir con esto? El ejercicio insípido de una actividad que, si por algo se caracteriza, es por la nobleza de sus fines y la discreción de sus medios. En cuanto a ello, yo opondría el orgullo a la vanidad. Y esto vale, se sobreentiende, también para el mundo de las webs y de los blogs.
Y es que es tan cansada, y tan impúdica? La vanidad es la alimaña que acecha con más frecuencia al escritor, y percibirla es como percibir algo fétido y de mal gusto. Mientras que el orgullo, me parece, nos reconcilia con el oficio de escribir, una actividad que existe desde que el hombre se irguió sobre sus patas y, con orgullo, pronunció la primera palabra.