Entre la maraña de piques, peleas y hasta agresiones que se producen en el colegio, sólo dos o tres al año pueden considerarse auténticos casos de acoso escolar, y requieren la intervención de la Policía Nacional. Aunque a veces, los agresores ni siquiera se dan cuenta de que lo que hacen causa un enorme daño a sus víctimas.
Los síntomas se ven hacia enero: el curso ha comenzado en septiembre, y una vez fraguadas las amistades y creado un estatus entre los alumnos, el agresor comienza a actuar. Meses después, los padres de la víctima ven que está triste, se aísla, no quiere ir a clase.
A lo peor, todo se destapa cuando hay lesiones físicas. En todo caso, la Policía distingue entre el "goteo de lesiones que ocurren en el ámbito escolar y pueden ser graves, pero no son acoso", y situaciones en las que una violencia constante, que no tiene por qué ser física, agobia al niño hasta causarle secuelas psicológicas.
El Ministerio de Educación lo está estudiando en un amplio informe sobre la violencia en las aulas que incluye a 82 institutos andaluces, como adelantó este periódico.
"El acoso escolar puede comenzar, para el agresor, como un simple juego cuyas consecuencias no es capaz de medir", explica la inspectora que dirige desde hace cuatro años el Grupo de Menores (Grume) de la Policía Nacional. "El colegio sabe que hay problemas y antes de que lleguemos los profesores están poniendo medios: abren un expediente, el orientador interviene, a veces hasta han expulsado por un tiempo a un alumno... pero hay casos que no pueden solucionar".
A veces un hospital avisa a la Policía tras atender a un menor con heridas. "Colegios e institutos son más reacios a llamarnos", lamenta la jefa del Grume, "aunque luego colaboran, ellos ven a diario el problema y quieren ayudarnos a solucionarlo".
Entienden esos recelos y los tienen en cuenta en su trabajo. Porque ¿cómo llega un policía a un colegio para investigar un delito en el que agresor y víctima son menores, y además compañeros? "Con muchísima discreción". Primero citan a la víctima, con sus padres, en sus oficinas. Con las cosas ya claras, "porque estos delitos no son difíciles de investigar", van al centro escolar.
Trabajan de paisano, sin uniforme, y acuden en parejas de hombre y mujer para pasar desapercibidos. Charlan con el director y los profesores y les piden que lleven a un lugar discreto a los testigos, que siempre colaboran: "Los niños no van a denunciar a sus compañeros, pero una vez que estamos investigando sí lo cuentan todo; no mienten para protegerlos".
Al final llaman al agresor a la comisaría, con sus padres y con mucha psicología: "Algunos se quedan de piedra, hemos visto a padres llorando a mares. Otros saben que sus hijos dan problemas, pero claro, que se lo diga la Policía no es lo mismo". Esa entrevista puede ser un revulsivo: "Hay agresores que admiten que no sabían lo que estaban haciendo y, al llegar hasta aquí, se frenan y no vuelven a hacerlo".
Aunque hay pocos casos de acoso para una población de 20.000 chavales en edad de educación obligatoria -de 6 a 16 años-, la variedad es mucha: "No hay pauta, hay agresores de 7 u 8 años, y de 15 o 16. Cuanto mayores son, más grave". Tampoco hay más acoso en zonas más conflictivas, ni el maltrato es siempre igual: va desde una presión cotidiana, que puede quedarse en el acoso verbal, hasta la agresión. Sí es usual que el agresor sea el líder de una pandilla y se ensañe con el más débil o con los diferentes.