Con la que está cayendo y probablemente por eso, la Mesa del Congreso ha dedicado dos resoluciones al importante asunto de sor Maravillas. La primera para acordar la erección, con perdón, de una placa conmemorativa de la vida y muerte de una monja desconocida en el Congreso y la segunda, obviamente, para desdecirse del despropósito.
Reconozco la ignorancia en materia de santoral y miscelánea conventual. No tenía ni tengo idea de quien fue esta señora ni los méritos que la adornan para subir a los altares de la Iglesia Católica. Todo eso carece de interés.
En fin, no creí que llegaría a ver esto en la España aconfesional. En las iglesias, recintos privados e incluso públicos, por no exagerar, parece comprensible instalar efigies y demás estampas. Ya se sabe que en España a nada que se haga algo especial te ponen una placa. Pero en el Congreso, en el lugar en que la ley consagra el pluralismo civil. En el espacio más solemne de un estado aconfesional hay que desvariar mucho para pensar que se puede poner un cuadro a esa monja entre próceres civiles españoles que han escrito páginas de la historia de España.
Los símbolos religiosos ocupando espacios civiles que albergan a la representación plural de la ciudadanía sobran. La religión y las creencias que la sustentan pertenecen al estricto ámbito privado.
Pasar la religión al ámbito de lo público y de lo oficial es discriminar en razón de fe religiosa. Sobran los crucifijos en las escuelas públicas. Es grotesco que otro presida la mesita de la Constitución cuando prometen sus cargos los ministros. Jurar por Dios cumplir con los deberes de un cargo público civil es juntar churras con merinas, debería excluirse de las fórmulas protocolarias. Y en esto no hay derechas ni izquierdas. Es cuestión de respeto. La religión, insisto, es un asunto privado aún más, íntimo. Y resulta casi obsceno exhibirlo impúdicamente en público y frente a un público que no tiene que practicar obligatoriamente un rito religioso. Y va también por las procesiones y los pregones.
Abogado
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