Cofradías

Sorolla: el enigma desvelado

El pintor valenciano recreó su propia Semana Santa en un cuadro que estuvo expuesto en Sevilla hace pocos años y que forma parte de los fondos de la Hispanic Society de Nueva York.

el 23 feb 2010 / 18:42 h.

El pintor valenciano recreó su propia Semana Santa en este cuadro que estuvo expuesto hace unos años en el Museo de Sevilla.

José Peña Ramírez baja cada mañana a la calle Feria. Apenas ha cumplido 23 años y hace poco que trabaja en el Banco Hispano Americano. Pasa por delante del quiosco de la esquina. Es abril de 1914. El Correo de Andalucía refleja en la portada la visita de los Reyes de España, doña Victoria y don Alfonso, adelanta los pasos del Domingo de Ramos y anuncia la venta de huevos frescos a 1,50, 1,75 y 2 pesetas la docena en El Cortijo (Puente y Pellón, 6).

En una columna encabezada Por la cultura de Sevilla lee: "Hace unos años se introdujo la costumbre de interpretar la saeta con cornetas, lo que por completo las desfigura y quitan todo su sabor rítmico y musical (...) Esto no puede ni debe repetirse en el año actual".

Peña continúa su camino por la calle paralela, Alberto Lista, y pasa frente a la puerta de la iglesia de Montesión, actual Archivo de Protocolos. Allí aguarda, como ya es habitual, el caballero a quien se ha acostumbrado a saludar con una sonrisa y una inclinación de sombrero. Nunca deja de fijarse en él, porque su hermana, que se llama Rosario, presta alhajas cada Semana Santa a la Virgen que guarda el templo. Sabe que el caballero es don Joaquín Sorolla y Bastida, recién elegido por unanimidad académico de número de la Real Academia de San Fernando. El pintor tiene entonces 51 años y mientras espera se atusa la perilla de cabritilla blanca. Como los últimos días, se llega hasta la iglesia dando un paseo desde el convento de San Clemente, donde pinta.

Hoy, además, se ha desviado para dejar en la estafeta una carta con dirección de Valencia: "Querida Clotilde: Toda la tarde llevo en el atrio de San Clemente esperando a los modelos que no llegan, deseo verlos a su luz (...). Yo fumo y fumo, pienso en mi cuadro que tengo delante, cuadro incógnita, pues tan sólo blanca está la tela y tan pronto llevo la composición a un lado como al otro, la subo, la bajo, muevo las figuras a mi antojo (...) es la ilusión más agradable, luego hay que conformarse y ya no tiene remedio (...) tardan los modelos, espero impaciente un gitano que debe ser el alma del cuadro, el penitente cargado con la cruz".

Aligerando el paso, llega el sacristán para abrir el portón del templo. El palio de la Virgen del Rosario sigue ahí, como cada día, sólo para que Joaquín Sorolla tome notas. La corporación del Jueves Santo le ha dejado montado el paso. Sorolla lo mira y piensa en los detalles que trasladará al lienzo. La Virgen viste un manto negro con bordados dorados y del techo caen bambalinas negras. En lo alto luce la corona Real -en honor a algunos hermanos ilustres- que remata dos escudos acolados. Uno, el de España. Un cuarteado de castillos y leones sobremontado con las flores de lis de los Borbones. El otro, el de la corporación: la cruz de San Juan con el cáliz del Ángel Confortador superpuesto. Sorolla pasea bajo la mirada inmutable de la dolorosa y piensa en su lienzo.

 Mayo de 2008. La puerta del Museo de Bellas Artes de Sevilla se abre, un hombre entra con paso rápido y se detiene delante de un cuadro. El panel, casi cuatro metros de alto y tres de ancho, descansa a la altura del suelo sobre una plaquita dorada que lee: Los Nazarenos, Joaquín Sorolla, 1914.

Montesión está frente a Montesión. "Es una maravilla", suspira Rafael Buzón. El hermano mayor de la cofradía no lleva la vara de mando en la mano ni está vestido de nazareno, así que se echa a un lado del cuadro para dejar pasar a la Virgen del Rosario, que avanza con el último coletazo de una revirá. Estamos "quizá, en la calle Placentines, porque la silueta de la Giralda se recorta detrás del paso de palio", augura Buzón. "Aunque igual es una calle inventada, quién sabe, porque hasta la arquitectura de Sevilla ha cambiado". Sorolla le traslada a la Sevilla de antes de su infancia. Buzón mira un siglo atrás y a los pequeños cambios sucedidos durante casi 100 años. Quita el polvo del tiempo y se deleita en cada detalle. "Es ella, sin duda, la reconocería en cualquier parte". Rafael Buzón mira fijamente el cuadro y a su Virgen. No duda. Aunque tampoco tarda en resaltar los detalles que no están y que la hacen reconocible para el resto de sevillanos. "Faltan los rosarios", dice pronto.

Las cuentas que cuelgan de cada varal del palio son ahora seña de identidad de la Virgen del Rosario cuando sale en procesión por Sevilla. Confiesa Buzón que cada año, cuando el paso ya está montado, busca quedarse unos minutos a solas con él. Lo mira. Y entonces lo embiste suavemente para oír, sin más ruido que el silencio de la capilla, el tintineo inconfundible de los rosarios contra los varales de plata. "No hay otro paso que suene igual", asegura el hermano mayor de Montesión.

El rostro de la Virgen aparece difuminado y tampoco resaltan los detalles del escudo. Frente al cuadro, el hermano mayor no para de destapar diferencias y no le molesta la más evidente. El palio va escoltado por los nazarenos de la Carretería y encabezados por un penitente, -podría ser de El Valle-, que mira hacia un lado. El mismo Sorolla habló de él en una carta a su mujer. Era el 17 de abril de 1914, un día después de haber dado la primera pincelada: "Ayer me ocurrió la cosa más graciosa que imaginarse puede. Recordarás que estuve unos días preocupado buscando un modelo para el penitente de mi cuadro y que finalmente di con él. Pues bien, ayer vino el hombre, se puso el traje y cuando me disponía a trabajar me entero que éstos llevan la cabeza tapada. ¡Imagínate la plancha y el tiempo y el dinero perdido, gastado, para buscar una cabeza joven que tuviera interés! La obra será terriblemente dramática, porque lo es así; a mí mismo me causa impresión. Esos hombres con la cabeza tapada, todo negro, tiene un misterio que conmueve y espero resulte muy nuevo".

En el cuadro, Sorolla mezcla lo real con su imaginación. Quizá igual que la propia Semana Santa, que une historia con leyenda. Recuerda José Miguel Sánchez Peña, restaurador del Museo de Cádiz, lo que su abuelo le contaba siendo niño: "Que veía a don Joaquín Sorolla muchas mañanas en la puerta de la iglesia de Montesión porque estaba realizando in situ unos bocetos preparatorios del gran lienzo". El pintor valenciano se dejaba ver por las calles de Sevilla, aunque hay que recomponer sus pasos con los pocos testimonios verbales que quedan y la algo más abundante documentación que dejó escrita. Según la correspondencia que el pintor valenciano intercambiaba con el Marqués de la Vega Inclán -coleccionista de arte, pintor y escritor, además de alcaide de los Reales Alcázares, urbanizador del barrio de Santa Cruz y creador del Patronato de casas baratas de Sevilla, entre otros- el paso podría estar ambientado, no en la calle Placentines, como indica la visión de la Giralda, sino en las calles del Barrio de Santa Cruz, según apunta María Luisa Menéndez, conservadora del Museo Sorolla de Madrid. "Sorolla no está calcando la realidad, la interpreta y por eso coloca ahí la Giralda, aunque desde esa calle no se viera", explica Menéndez. De ahí que el pintor decidiese reflejar en su cuadro la esencia de las cofradías sevillanas con una composición en la que mezcla lo que ve. Desde el cuadro miran los rostros de Sevilla: mujeres con mantilla, abanicos y caras ladeadas hacia el espectador. Un espectador que, por las dimensiones del cuadro, forma parte del cortejo penitente. La realidad, aunque alterada en el pincel del artista, rebosa al óleo. Joaquín Sorolla se apoyaba en el material fotográfico de la época "para ayudarse a recordar la luz, los detalles, con fines compositivos", matiza Menéndez. Así, Los nazarenos permite un recorrido histórico por la estética cofradiera. ¿Qué hay en este cuadro de la Virgen del Rosario que hoy se echa a la calle?

Faltan los rosarios, el exorno floral es distinto, la Virgen no lleva un puñal atravesándole el pecho y ni siquiera ha llegado aún el día en que un vestidor de la hermandad recoja un manto demasiado grande a la cintura de la virgen para formar el característico bullón. El palio tampoco es el mismo. Entonces, ¿qué hace que Rafael Buzón identifique a su Virgen? "La imagen", dice Gabriel Ferreras, historiador del Arte del Centro de Intervención del Instituto Andaluz del Patrimonio Histórico. Pueden cambiar las modas, "lo que es más difícil es el cambio de la imagen", explica. No en vano, a ella se le da culto y todo lo demás es "para resaltar su belleza", dice el hermano mayor de Montesión. Cada año, Sevilla se enfrenta a los pequeños cambios que introducen las cofradías. Todos los años hay aciertos y errores y todos los años se habla de tradición. Y la tradición es intocable. Rafael Buzón se atreve a afirmar que, de conocer la historia de las cofradías, se recuperarían infinidad de detalles, además de que otros cambios se aventurarían.

Estos días, muchos buscan el palio que aparece en el cuadro. Muchos han hallado fotos de él. ¿Dónde estará? Data de la segunda mitad del siglo XIX y el manto que lleva la Virgen es de Eloisa Rivera, que realizó a imagen de uno de la Macarena. "Las caídas son parecidas y en este cuadro quedan inmortalizadas", asevera Buzón. Llama la atención el palio negro en que la Virgen se alza sobre la gente. El manto de bordados dorados sobre terciopelo negro, rematado por las bambalinas también negras, dio paso a un palio blanco calado, de malla, que dejaba por primera vez que la luz alcanzase el rostro de la Señora. Montesión fue con toda probabilidad una de las primeras en cambiar la estética luctuosa por una más animosa. "El Evangelio dice que debemos ser cristianos alegres", recuerda Buzón. Fue en 1913 cuando el paso estrenó el palio de tul de oro.

Sin embargo, como Sevilla demuestra cada año, no hay gusto igual para todos. José Miguel Sánchez Peña, restaurador y conservador del Museo de Cádiz, asegura que "mucha gente añora y quiere volver al pasado; ese palio negro tiene más prestancia". Sánchez Peña lamenta que hoy "se ven algunos palios y mantos abigarrados, recargados". Ambos comparten la precaución: "Como hermano mayor, antes de cambiar algo, primero hay que respetar una estética, no se puede ir de loco y poner algo que no guste a nadie. Pero si hay cosas que cumplen con unas características, ¿por qué no lo íbamos a hacer?", dice Buzón. "Es una imagen extraordinaria, maravillosa, porque la Virgen del Rosario es tan grande y tan pura que le pega cualquier cosa que le pongas"."Juan Manuel Rodríguez Ojeda es quien impulsa el cambio de colores", continúa Ferreras. Unos colores y estilos que chocaban en la época. Los cambios vinieron de la mano de otros movimientos artísticos. Sevilla se preparaba para el esplendor de 1929 y llegaban los ecos de una importante creatividad. "Como el art nouveau francés o el modernismo catalán", asegura el historiador.El bordador Rodríguez Ojeda se afanaba creando mantos de colores. Verde para la Macarena, azul para la Hiniesta. Y en Montesión fue Antonio Amián Austria quien impulsó el palio de malla. No gustó. "Decían que era novedoso pero no lo veían adecuado para la Virgen. Esas transparencias...", relata Ferreras. Sin embargo, el palio se mantuvo hasta 1926 cuando se cambió por otro realizado por Victoria Elena Caro. Amián quedó como gran innovador, apoyado por el hermano mayor José Lecaroz. Fue Amián quien impuso el tocado monjil y quien colgó los collares de perlas prestados por la Duquesa de la Victoria. Una imagen que la Virgen del Rosario ha retomado en los últimos años. Pero Joaquín Sorolla no se dejó llevar por lo que veía y, con la ayuda fotográfica, eligió por sentimiento sus colores.

 

Él mismo escribió que escogió el color negro "por ser menos carnaval". "Sorolla interpreta ese momento [en que los pasos salen a la calle] y lo traduce según su sensibilidad", especifica la conservadora del Museo Sorolla. La temática religiosa no es abundante en la pintura de Sorolla y, a pesar de una elección de color, lo que reflejó en Los nazarenos no conmueve. Al contrario, el artista lo contempla con alegría, como un festejo, como algo compartido.

En el año 1902 viajó a Sevilla por primera vez durante Semana Santa y descubrió pictóricamente la ciudad. Doce años más tarde, Sorolla escribió a Clotilde, su mujer, que Híspalis había conquistado sus sentidos: "Se despejó el cielo y ahora tiene un color bellísimo. Frente al pórtico hay un verdadero jardín con plátanos (ahora secos), pequeños naranjos, lirios y azucenas y demás flores caseras, todo ello a punto de reventar, pero lo que hace a este rincón tranquilo más agradable es un gigantesco árbol del paraíso, tan grande como jamás vi alguno; el gorjeo de cientos de gorriones ponen música a esta paz del convento [de San Clemente]".

Fue en ese entorno cuando captó con pinceladas una época de esa cofradía que ahora cumple 450 años. Cada día acudía a su cita con Montesión y cuando se iba, el sacristán cerraba tras él el templo. Igual que se cierra cada Semana Santa, sin que se sepa qué otros pequeños cambios irán filtrándose poco a poco por sus resquicios.

Un extraño en Sevilla

 

Joaquín Sorolla se acercó a la Semana Santa para reflejar su impresión y los tipos sevillanos. Quizá los cambios que el pintor añadió a los cuadros fueron causa de pequeños errores. Un óleo sobre lienzo fechado en 1914 que muestra un paso de espaldas, titulado Paso de la Virgen del Valle, es en realidad otra pintura de la Virgen del Rosario, como indica el historiador de arte Gabriel Ferreras. La confusión puede venir del exorno floral, con jarras cónicas y dicónicas de claveles blancos. De esa forma se disponían las flores en los pasos de la época. Una tradición que sólo conserva hoy la Virgen del Valle.

En el cuadro se aprecia también con detalle el manto oscuro bordado en hilo metálico de oro y unos candelabros plateados de cola con cinco guardabrisas de Montesión. Sorolla conoció por primera vez la Semana Mayor en 1902, acompañado de su amigo y mecenas Pedro Gil Moreno, recuerda su bisnieta, Blanca Pons. El pintor se alojaba en el Gran Hotel de París, situado donde hoy se levanta El Corte Inglés, en la plaza de la Magdalena, y aprovechaba sus visitas para conocer el trabajo de Murillo y Zurbarán. Volvió repetidamente y ya en 1914 lo hizo con el encargo de la Hispanic Society de Nueva York de reflejar la cultura española.

El 3 de marzo llegó a la ciudad acompañado de su discípulo, Alfredo Carreras. Joaquín Bilbao, hermano del pintor Gonzalo Bilbao, le ayudó a buscar donde pintar, el convento de San Clemente, que consigue una vez el canónigo contador convenció a la madre abadesa. Sorolla se lanzó entonces a la toma de notas. Vio los pasos en la calle, en sus iglesias y, sin saber que los nazarenos llevan la cara tapada, trató de buscar los mejores rostros. "Llegaron los modelos y no es lo que yo deseo. He tomado un coche y fui a Triana, recorrí la cava y no he encontrado nada", escribió a su esposa. 

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