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Sueño dentro de un sueño

Los escaparates sevillanos comienzan a poblarse de Cuaresma, produciendo con sus reflejos una ensoñación que va desde hacerse uno la boca agua hasta asustarse.

el 25 feb 2012 / 20:02 h.

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Esto que ve aquí es lo que aparece en la esquina de Sierpes con Sagasta. El verbo aparecer no se usa a la ligera: tenía usted que haber visto la otra tarde las caritas descompuestas de dos turistas franceses cuando se toparon con esta bella expresión de sevillanía no apta para pusilánimes adictos a la valeriana (y mucho menos si estos son dados a figurarse fantasmagorías). Pero dejando a un lado esta circunstancia extrema, hay tres formas básicas de mirar los escaparates cofradieros del centro de Sevilla: una, la más cansina, despotricando a la antigua usanza: que si ya están otra vez, que si hay que ver, que si no se cansan...; la segunda, con encomiástico empalago: qué arte, qué donosura, qué remembranzas, Dios mío; y por último, con estoica ternura: la vida es tan corta y tan frágil que toda la felicidad que se le pueda sacar es un monumento a la dignidad... y qué son, si no, estos altarcitos, para quienes aman la Semana Santa. Esto lo comprendió Edgar Allan Poe sin ser hermano de ninguna, que se sepa: Todo lo que vemos o parecemos es solamente un sueño dentro de un sueño. Seguramente vino a Sevilla de incógnito, porque una frase así solo se puede decir después de asomarse uno al escaparate de la confitería La Campana, hay que decirlo. Y que conste que no han convidado (ni se pretende).

Porque la calle Sierpes no ofrece solo esas dos fantasías macarenas que sendas tiendas de Juan Foronda tienen a la vista del público, donde entre la impresión, el vaho de encajes que enmarcan la mascarilla y los brillos del cristal se forma una nube que diríase que está siendo uno arrebatado hacia los cielos por unos setecientos angelotes trompeteros de Pedro Roldán. Además de tan lindos escaparates, hay otro que suma a toda esa neblina los manchurrones de aliento del público: el de la referida pastelería. No tenga usted la menor duda de que se trata de lo más fotografiado de toda Sierpes, con muchísima diferencia. La misma tarde en que pasó lo de la parejita francesa se vio a dos turistas de diferentes excursiones allí apostados, retratando los pasitos de la Sentencia y San Buenaventura, la Giralda de chocolate blanco, las bomboneras con capirote, los nazarenitos de caramelo... y los pestiños y las torrijas.

Qué curioso: una torrija de La Campana cuesta lo mismo que una bolsita de incienso de palio del puestecillo de la calle Córdoba: dos cincuenta. Debe de ser algo así como la bajada de bandera del viaje a los disfrutes cuaresmales. En esa calle siempre crepuscular que va desde El Salvador hasta la esquinita casi de la Plaza del Pan se echa de menos la franqueza de Fiances, el llorado perfumero de la Semana Santa, explicando las aleaciones de aromas de sus inciensos, y de qué plazoleta cogía el azahar dependiendo de para qué Virgen fuese la mezcla. Pues allí sigue el puesto con sus sacos de mirra, incienso de Orán, de tronco, de Montesión, de vainilla, del Cristo de Burgos, de Arabia... Si pasa usted por allí un sábado por la tarde y le da bien el humo, le vale como una misa.

Hasta que algo más arriba, doblando por la plaza hacia La Alfalfa, en esa callejuela llamada Alcaicería, los recuerdos lo toman a uno por las solapas y lo zarandean hasta reconocer que sí, que allí mismo, debajo de aquellas piñas de capirotes de cartón de la antigua casa Rodríguez, fue donde le tomaron medida por primera vez (¿hace treinta, cuarenta, cincuenta años?) de las dimensiones cofradieras de su cabeza, que no es poca ceremonia en esta ciudad. Ahora los hacen de rejilla, instantáneos y quién sabe si descafeinados, pero la emoción es la misma. O tal vez todo este paseo forme parte de la ensoñación primera, la de cuando estaba uno ante ese rostro de la Macarena de la tienda de Foronda, y todavía siga uno allí, fantaseando consigo mismo, como en una especie de Matrix cofradiero, en vez de paseando por la Sevilla de los escaparates semanasanteros para recomendar luego ese paseo a los lectores. Cualquiera que sea su parentesco, la belleza, en su desarrollo supremo, induce a las lágrimas, inevitablemente, a las almas sensibles, decía Poe, otra vez. Estaba faltito de torrijas, Poe. No deje que a usted le pase lo mismo.

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