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Tambores de la tribu

Cuando en la tribu querían expresar lo que les diferenciaba de los demás, lo atávico, el pretendido anclaje telúrico con el que querían afianzar una identidad, más o menos definida, a través de la que manifestaban un destino único que les separase de los otros, hacían sonar los tambores.

el 15 sep 2009 / 00:14 h.

Cuando en la tribu querían expresar lo que les diferenciaba de los demás, lo atávico, el pretendido anclaje telúrico con el que querían afianzar una identidad, más o menos definida, a través de la que manifestaban un destino único que les separase de los otros, hacían sonar los tambores. Unos tambores de la tribu que, de nuevo ante la pasividad de la Unión Europea, han sonado en Kosovo.

Pero, quién nos dice que no estemos reproduciendo un nuevo esquema, el invento de la nación, que viene a cubrir o, más bien a enmascarar, otro fracaso de la construcción política como vía por la que encauzar la convivencia colectiva de las sociedades. Parece como si a estas alturas del siglo XXI hubiéramos dado un paso atrás en el tiempo para recrear lo que la historiografía de los años noventa había descrito cuando analizaba los orígenes del mundo contemporáneo: la invención de la nación y la invención de las tradiciones nacionales, que tantos frutos dieron a lo largo del siglo diecinueve y cuya herencia aún padecemos, entrampados como estamos en la pugna entre los pretendidos y al parecer irrenunciables destinos de los pueblos.

En efecto, la nación que surgió de un proceso histórico a partir de la revolución francesa y del desarrollo de los primeros Estados liberales, en el que quiso igualarse a los desiguales mediante unas referencias comunes con las que todos se identificaran, dio paso a una recreación colectiva de exaltación de las tradiciones, también inventadas, que crecieron y se expandieron hasta adquirir una dimensión política. Por eso, la idea inicial de construcción del Estado como marco de convivencia y como organizador del gobierno de los pueblos, siempre ha trastabillado cuando ha tenido que enfrentarse a los pretendidos intereses nacionales, de tal modo que los habitantes de un país nos tenemos que desenvolver en la difícil dialéctica entre nacionalidad y ciudadanía. Y esto es lo que ha ocurrido en el caso de Kosovo, que refleja el fracaso de cualquier intento de construir racionalmente una organización política frente al dominio de los que enarbolan "lo propio" frente a "la otredad".

De nuevo en los Balcanes se ha hecho retroceder al reloj, y la región vuelve a servir de escenario para la experimentación política de los estrategas mundiales en defensa de unos intereses que, ni siquiera a corto plazo, tienen poco que ver con los de sus habitantes, pero que justifican en su permanente inestabilidad, la que se presenta como el sino de unos pueblos incapaces de definir su destino.

Pero estos argumentos no son exclusivos de esa región; se aplican también en nuestro país, por aquellos que defienden a ultranza la nación española y por aquellos que demandan las independencias.

Y en efecto, el recurso a la nación española y a unas pretendidas señas de identidad colectivas, en procuradas tradiciones ancladas en el tiempo, muchas de ellas basadas en construcciones no tan antiguas como se nos hace ver, y basadas en intereses de clase o grupo, está en la base de la propuesta electoral del PP para exigir un contrato a los inmigrantes con el objetivo, se dice, de que respeten nuestras costumbres que, puestos a concretarlas, pueden ser, a falta de otra invención, la retahíla de tapas con que nos ilustran acerca de la oferta de un establecimiento. Una propuesta, ésta del PP, que refleja la vieja idea de la nación como artífice de la convivencia, cuando es el Estado, con todo sus ciudadanos y ciudadanas, el que construye el país.

Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide

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