Cultura

Tesoros de la cripta

Algunas sugerencias para celebrar esta noche sin salir de casa, pasando miedo con un libro entre las manos. Es decir, sufriendo y disfrutando a la vez.

el 31 oct 2014 / 13:00 h.

lectura-halloween Formas de pasar miedo hay muchas, y nadie se pone de acuerdo sobre cuál es la peor, si recibir una inspección de Hacienda o que te inviten a cinco bodas seguidas. Pero sí parece haber unanimidad en cuanto a la mejor manera de pasar miedo, y no es otra que coger un libro del llamado género de terror y afines, y abandonarse entre escalofríos a la fantasía de su autor, ya se trata de un clásico o de un maestro de la narrativa moderna. Si el Día de los Difuntos va asociado de manera inseparable a un drama español, el Don Juan Tenorio de Zorrilla, cada vez son más los lectores que, bajo el influjo de la fiesta importada de Halloween, buscan su ración de sustos en referentes muy distintos. bin_33088429_con_16371649Si queremos empezar por las raíces del terror literario, hay que buscarlo en el romanticismo inglés y alemán –aunque Borges dijera que el miedo no era de ningún lugar, sino del alma–, especialmente en esa novela gótica que va desde El hombre de arena de E.T.A. Hoffmann y el Vathek de William Beckford hasta el Manuscrito encontrado en Zaragoza de Jan Potocki, pero también en algunos inquietantes relatos de nuestro Gustavo Adolfo Bécquer. Habría que esperar un poco más, sin embargo, para saludar la llegada de grandes mitos como el Frankenstein de Mary Shelley o el Drácula de Bram Stoker, que tiene como antecedente el cuento de vampiros Carmilla deSheridan LeFanu. Y entre uno y otro, el nacimiento de un portento como Edgar Allan Poe, que tanto en sus Aventuras de Arthur Gordon Pym como en sus relatos, descubrió nuevos modos de espantar al público. También lo intentarían de un modo sofisticado a finales del XIX, aunque por distintos caminos, H. G. Wells, jugando con el pánico futurista y apocalíptico en La guerra de los mundos; Otra vuelta de tuerca de Henry James y su confusión entre vida y muerte, o el mismísimo Oscar Wilde con el perturbador Retrato de Dorian Gray. Incluso el genial autor de La isla del tesoro, Robert Louis Stevenson, probó fortuna en este campo con El misterioso caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde. No obstante, entrando en el siglo XX empezaría a cobrar un notable auge el relato de ultratumba, ya fuera a través de una historia de amor imposible como la de El fantasma de la ópera, de GastonLeroux, o de la mano de un maestro de la truculencia como H. P. Lovecraft, autor de En las montañas de la locura, sin olvidar aquella magistral pieza breve titulada La pata de mono, de W. W. Jacobs o las memorables novelas cortas de Arthur Manchen o Algernon Blackwood. Las dos guerras mundiales que sacudieron la centuria provocaron sin duda un cambio en la concepción del espanto, cuyo listón había quedado muy alto tras los campos de concentración, las matanzas y las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki. La producción literaria que vendría, a medio camino entre la locura homicida y la leyenda sobrenatural, se caracterizaría por inspirar al arte hegemónico de este nuevo tiempo, el cine. Tales son los casos de Psicosis, de Robert Bloch, que adpataría Hitchcock; El bebé de Rosmary, de Ira Levin, y que Polanski rebautizaría como La semilla del diablo; o El exorcista, de William Peter Blatty, llevada a la pantalla por William Friedkin... Llegados a este punto, muchos se preguntarán si la literatura de terror no ha llegado a arraigar en nuestro idioma mucho más allá de aquellos destellos becquerianos. Si bien es cierto que el español nunca ha llegado a ser una potencia en este ámbito, hay textos del infante Don Manuel, como El brujo postergado, que –a veces como sin pretenderlo– logran poner los pelos de punta a más de uno, como algunos más recientes del gaditano Fernando Quiñones, contenidos en el visionario volumen La guerra, el mar y otros excesos. Asomándonos a la orilla americana encontramos todavía más referencias, que van de las historias crueles de HoracioQuiroga a Lafcadio Hearn y sus turbias fantasías orientales, pasando por las ficciones ciertamente sombrías de ManuelMújica Láinez. El argentino Alberto Laiseca, que también ha hecho sus pinitos en este campo, propuso diez años atrás un programa de relatos de terror en la televisión de su país, donde incluyó estos y otros nombres. En el plató en penumbra aparecía tan solo él, fumando bajo una luz amarillenta, diezmada por las aspas de un ventilador. Fue un éxito arrollador. Otra cosa es encasillar como relato de terror una obra maestra protagonizada por vivos y muertos –sin que sea demasiado fácil distinguir a unos de otros– como Pedro Páramo, del mexicano Juan Rulfo; o La invención de Morel, del argentinoAdolfo Bioy Casares, más próximo quizá a la ciencia-ficción. Su amigo Jorge Luis Borges, gran aficionado al género –casi a todos los géneros–, también quiso jugar con el miedo en un cuento como There are more things. Precisamente en el relato breve es donde se han volcado en los últimos años las pesadillas más negras, a veces con un toque de ironía como en Ajuar funerario, de Fernando Iwasaki, o en Miedo me da, de José Antonio Francés; otras, con toda su carga de tremendismo, como en Panik Zirkus, de Rafael Ramírez Escoto, o en Venidos del miedo, deJulián Sánchez. Sin embargo, la palma en las últimas temporadas se la ha llevado la novela de zombis, que casi empieza a reclamarse como género aparte. En España destacan varios artífices, y ni siquiera hay que ir muy lejos para encontrar uno: ahí está el sevillano Juan RamónBiedma con su Antirresurrección, o el madrileño afincado en Málaga Carlos Sisi, con Los caminantes. 650_P89535A.jpgPero nada pudo hacer sombra desde los años 70 y 80 a la pujanza de la novela anglosajona, que encontró en Stephen King no solo a un infalible creador de asombros y estremecimientos, sino también a un autor extraotrdinariamente prolífico. Basta recordar títulos como Carrie, La zona muerta, El resplandor, It o Misery para entender la dimensión de este clásico contemporáneo, al que acompañan en el olimpo de los escalofríos Ramsey Campbell –El parásito–, Dean Koontz –Fantasmas–, Clive Barker –El libro de las maldiciones– o Peter Straub y La garganta. Incluso Joe Hill, el vástago de Stephen King, siguiendo los pasos de su ilustre padre, ha venido demostrando en sus últimas entregas que hay un futuro muy prometedor en la literatura terrorífica. Eso sí, cada vez son menos quienes se atreven a meterse en tan sórdida ciénaga de tinta y sombras, pues se trata de un género enormemente exigente, en el que es muy fácil resbalar y lograr el efecto contrario al deseado: que el lector, como un renovado Juan Sin Miedo, se acabe riendo del autor. Y eso sí que parece terrible.

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