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Toda la cultura (que nos dejan)

Enciendo el televisor. Opto por el zapping; entrevistan a Carlos Blanco, joven sabio a quien admiro desde sus intervenciones en un programa nocturno. Presenta uno de esos libros entrañables de tan ambiciosos, Toda la cultura en 1001 preguntas, recién publicado por Espasa...

el 16 sep 2009 / 00:12 h.

Enciendo el televisor. Opto por el zapping; entrevistan a Carlos Blanco, joven sabio a quien admiro desde sus intervenciones en un programa nocturno. Presenta uno de esos libros entrañables de tan ambiciosos, Toda la cultura en 1001 preguntas, recién publicado por Espasa; hojeado en una librería, me pareció exuberante en su contenido, pero también cercano y cómplice con el lector curioso.

Para Blanco aprender suena lúdico, no imperativo, y ha seguido una opción tan válida como el botellón, las pachanguitas de fútbol o el lápiz de ojos como credo vital, pero mucho menos comprensible para una sociedad que valora más la picaresca que el esfuerzo. Por eso, porque escucharle promete cumplir con el refrán, y acostarse sabiendo unas cuantas cosas más, cesé en mi búsqueda televisiva.

Me arrepentí a los pocos minutos. El magazine, uno de esos matinales entre la casquería y el debate sobre realities o actualidad política, con un barniz de pretenciosa distinción, se transformó en un juicio a Blanco: desde la presentadora de trayectoria inmaculada, a los tertulianos ?un amante de famosa, un par de periodistas del corazón, una ex participante de Gran Hermano?, le reprochan que no abandone el estudio para salir de fiesta. Por penúltimo, se emiten las preguntas de algunas señoras anónimas ?pero también muy indignadas?, que reprochan a Blanco si sabría limpiar una mancha de chicle o cocinar arroz con leche. Rematan la jugada, de nuevo, la mediática moderadora y sus palmeros, retomando la entonación triste y desconcertada, compungidos porque Blanco prefiere la Biblioteca Nacional a la resaca.

La cultura también es vida. Una buena exposición, un buen libro, una buena película, pueden aportar más que una noche de garrafón en cualquier barra. Una cosa no quita la otra: si con tanta alegría se tolera a quienes apuestan por la opción de la juerga sin fin, ¿por qué no alabar a quien, con todo el derecho, se cultiva y ayuda a que los demás también lo hagamos? Apagué el televisor; escribí esto.

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