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Tras las raíces de la sabiduría

Las plantas del Parque de María Luisa intentan revelar un secreto que tiene que ver con la salud, la paz, el conocimiento, el amor y la felicidad.

el 26 may 2014 / 10:46 h.

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Sevilla es una interlocutora fascinante que tiene respuestas para todo. Es juguetona, imprevisible, siempre tan emotiva entre la risa y la lágrima, tan incapaz de guardar un secreto. Diecisiete semanas después de haber emprendido esta ruta extravagante por la ciudad en busca de lo que no cuentan ni muestran las guías convencionales, ella, Sevilla, su espíritu, aún sigue sorprendiendo a quien tenga tiempo y ganas de escucharla con historias, confidencias y perspectivas nuevas que hacen añicos todos los tópicos y ridiculizan a quienes los usan. En esta larga y deslumbrante aventura, siempre con la profesional del turismo Inmaculada Díez como cicerone particular, ha mostrado Sevilla sus entrañas, su sangre, sus escondrijos, sus leyendas, sus manías... Y cuando ya parecía que lo había contado todo, desde la semana pasada se ha atrevido a ir más allá todavía. Desde hace siete días, al llegar a la etapa del Parque de María Luisa, ha querido revelar su receta de la felicidad. Que también lo es de la sabiduría, del amor, de la salud... Hoy toca completar la misión de comprenderlo y, si pudiese ser, de darle buen provecho a semejante aprendizaje. Las pérgolas repletas de buganvillas median entre la Avenida de Pizarro y la Fuente de los Leones, uno de los espacios más bellos y visitados del parque. / Foto: C.R. Las pérgolas repletas de buganvillas median entre la Avenida de Pizarro y la Fuente de los Leones, uno de los espacios más bellos y visitados del parque. / Foto: C.R. La clave está en sus árboles. Cada uno de ellos cuenta una historia y proporciona un consejo, que uno puede atender o desoír. Si encima resulta que este año se cumple el centenario de la inauguración del Parque de María Luisa, la experiencia de recorrerlo en busca de este conocimiento adquiere una solemnidad mayor que en cualquier otra ocasión. Ya se han escuchado aquí las voces del roble y el eucalipto, del ciprés de los pantanos y del árbol de las lianas y, sobre todo, se ha asistido a la maravillosa clase magistral de su excelencia el olmo, o la olma, el árbol madre. Pero el parque y su discurso no han hecho más que empezar. El cielo y la tierra. Cualquiera que se asome a la despampanante Avenida de Hernán Cortés, la que atraviesa el Parque de María Luisa bajo un palio monumental de encaje formado por las hojas de sus enormes plátanos de sombra, podrá sentir el peso de la belleza en su corazón. Hay algo en ese paisaje que resulta conmovedor. Los colores, la perspectiva, las sombritas azules que rastrillan la tierra en los costados del paseo, los murmullos de las aves... Sucede lo mismo en su paralela más cercana al río, la Avenida dePizarro, con sus vistas del estanque y sus pérgolas rebosantes en estos días de hojas rojas y rosas de buganvilla, a un costado de la Fuente de los Leones. Inmaculada Díez llama a este rincón, con una lógica muy gráfica, el túnel de plantas. «Es un paseo muy relajante, hace que te olvides del estrés del día a día». Los primeros humanos, hace miles de años, compartían esa misma emoción. No importan los descubrimientos producidos desde entonces, ni la evolución de la palabra y el pensamiento, ni siglos y siglos de civilización y ciencia: la contemplación de la belleza natural, de los más bellos paisajes, induce un estado reverente del espíritu. Muchos de aquellos ancestros de la humanidad levantaron la vista al cielo y, admirándose de su profundidad y de sus estrellas, creyeron que era allí donde vivían los dioses responsables de todo ese derroche; pero otros, en lugar de alzar la mirada, la bajaron al suelo, y comprendieron que no hay religión sin tierra, que si existe alguna sustancia o esencia superior y poderosa, esta concierne también al suelo, a los árboles, al agua, a la piedra. Cada planta adquirió una identidad; cada raíz, una leyenda; cada hoja, la receta de un remedio o el aviso de un peligro. Y poco a poco, al ir viviendo los pueblos con estas criaturas de madera, se fueron convirtiendo en otros tantos paisanos más, con su personalidad, su voz, su carácter. La araucaria australiana que se alza junto a la Glorieta de Cervantes. Foto: C.R. La araucaria australiana que se alza junto a la Glorieta de Cervantes. Foto: C.R. Es sencillo de ver. Cerca de la Torre Sur de la Plaza de España, en la Glorieta de Concha Piquer, por cuya portezuela entran las excursiones de escolares correteando y gritando de aquí para allá, un colosal ejemplar de eucalipto rojo preside el panorama con cu corteza imponente y nudosa, cuajada de inscripciones, nombres y marcas, como un extraño mapamundi de los amoríos adolescentes. Si uno, mirando a lo largo de ese tronco que parece crecido a borbotones, quisiera seguir lo que pone en ese mapa un poco más arriba, rápidamente se daría cuenta de que conforme el árbol sube las palabras, los corazones y las promesas se van diluyendo: primero, rastros; luego, cicatrices; luego, sombras; y al fin, nada. El tronco del eucalipto rojo va borrando su memoria con los años, y los juramentos que en él escribieron nuestros padres y abuelos, también, como ellos, han envejecido y desaparecido. Colocarse a su sombra puede ser, por lo tanto, un bonito conjuro para que la memoria se nos vuelva más piadosa y vaya olvidando lo innecesario, lo perecedero. Pero quien lo haga ha de tener cuidado, porque puede perder algo más que la memoria... Las viudas. El eucalipto rojo es uno de los árboles de tronco más bello de cuantos pueden admirarse en el parque, pero cuidado, porque tiene un sobrenombre nada halagüeño: el árbol de las viudas. La razón está en su fascinante facultad para desprenderse de sus enormes ramas de sopetón. Así es. Ya sea para ahorrar sus necesidades de agua o por el tremendo peso de esas extremidades inmensas, la ramas se quiebran y se desploman, generalmente en la cabeza del campesino, el peón o el jardinero que se encuentre por allí abajo ganándose el jornal. El eucalipto rojo es una especie de gema del reino vegetal. Las vetas rojizas y azuladas de su madera lo hacen más apto para la contemplación que para la carpintería, y comparte con el resto de eucaliptos esa aura mágica que les hace parecer venidos de otro mundo: sus beneficios para la salud, su capacidad para desecar el suelo... Es difícil que a uno le dure un resfriado al lado de uno de estos portentos. O a lo mejor resulta que, si lo tiene, se le olvida. Como se le olvidan al árbol sus amoríos y otras patologías. Es inevitable relacionar los árboles, como se decía antes, con cualidades sobrenaturales o con virtudes, principios, arquetipos y simbología en general. Su estampa lo pide a gritos. Parecen humanos petrificados, con sus largos brazos estirados hacia el cielo y sus rasgos faciales convertidos en oquedades repletas de bichejos, palomas y hojarasca. Los druidas, que eran la viva adoración de la naturaleza, tenían esto clarísimo, y a cada especie le asignaban un valor. El roble es el árbol de los dioses; el olivo, el de la sabiduría; quien quisiera hacer negocios más valía que se pusiera a la sombra de un castaño, emblema de la honradez, o si acaso al pie de un fresno si es que no le importaba arriesgarlo todo por ganar un poco más. La confianza se ganaba junto a los cedros y a los enamorados era muy posible que les cayese una nuez en la cabeza. O una manzana. La isleta. En la Isleta de los Pájaros todavía se conservan muchos de los letreros originarios del itinerario botánico del Parque de María Luisa. En esos rótulos verdes, colocados indefectiblemente delante de algún árbol, se dice cuál es este y se da cuenta de sus propiedades, su historia, sus debilidades y fortalezas, sus anécdotas y sus patrias. Muy cerca del templete de la música, casi tirado por los suelos, hay un curioso ejemplar de algarrobo adornado con dicho panel. Es una de las hermosuras del parque; un monumento a la siesta junto al agua. Muy cerca de él, tieso como una vela y con una cicatriz que parece un ojo inquisidor, se eleva un almez. Ambos, llegadas las calores, producen unos frutos pequeños y dulces que son auténticas golosinas para las aves. De ahí que aquello se llame la Isleta de los Pájaros: porque, entre otras razones, ahí es donde van a tomarse el piscolabis los pajarillos del clan de los Montpensier. Y por eso, entre otras razones, es tan alegre y relajante ese lugar: por los cantos y los trinos. El eucalipto junto al puentecillo del estanque, visto desde abajo. Foto: C.R. El eucalipto junto al puentecillo del estanque, visto desde abajo. Foto: C.R. Parece ser que la diarrea estaba prevista en los planes de la Creación, porque no se ha visto más cantidad de árboles dotadas de poderes astringentes. El algarrobo es uno de ellos. Antes, cuando no había tantos medicamentos ni boticas, la gente del campo tiraba mucho de estos remedios naturales. Lo curioso es que mientras la pulpa de la algarroba es antidiarreica, la semilla es laxante, y puede producirse ahí un curioso caso en plan Doctor Jeckyll y Mister Hyde gastrointestinal, a poco que uno se descuide con la ingesta de tales productos de la tierra. También el almez tiene propiedades astringentes. Otros paisanos del parque, sin embargo, presentan distintas cualidades. Es curioso que muchos de ellos son procedentes de Oceanía, donde están los antípodas de los españoles, por lo que según una lógica de andar por casa no deberían ser buenos inquilinos de estos parajes sevillanos. Y sin embargo, qué propios se ven todos esos eucaliptos y, en particular, esa descomunal araucaria australiana que se eleva a los cielos junto a la Glorieta de Cervantes, una de las más hermosas de todo el recinto, con esa especie de cómic del Quijote hecho con azulejos y que es una obra como no hay otra igual. Pues desde allí al lado toma camino hacia el cielo este lustroso arbolazo tan literario. La araucaria es el árbol de Harry Haller, el Lobo Estepario, en sus días de tribulación. Tiene un porte antediluviano: tronco alto y despoblado, ramas en la parte más alta. Pegaría bien con un volcán al fondo y un brontosaurio masticando algo. Haciendo el pan. Los aborígenes australianos utilizaban el fruto de estas araucarias, estos pinos tremendos, para hacer pan con su harina. Lo llaman bunya-bunya. Al árbol, no al pan. En realidad era más una torta semicruda, pero lo importante es que al final todos los pueblos establecen con la botánica una relación similar: aprenden a descubrir sus posibilidades, las aprovechan y, sobretodo, cuidan los ejemplares disponibles, aunque solo sea por el egoísmo de seguir disponiendo de sus productos. Sin embargo, a día de hoy, lo que menos hay en Australia son araucarias australianas. Grandes extensiones se han perdido. La existencia se ha convertido en consumo y la naturaleza se ha prostituido en cultivo, y todo tiene que ser rentable... o no ser. Uno de los letreros que aún permanecen en pie del itinerario botánico. Foto: C.R. Uno de los letreros que aún permanecen en pie del itinerario botánico. Foto: C.R. Un ejemplo es lo que pone el cartelito del parque sobre la especie de antes, el eucalipto rojo. En uno de sus párrafos, se dice lo siguiente: Su madera es apreciada para emblajes, pero su uso principal es para la fabricación de pasta de papel. Su rápido crecimiento hace que se prefiera a otras posibles plantas maderables y además se desarrolla con vigor incluso en suelos pobres. Una vez más, el ser humano interpretando el universo entero en clave de rentabilidad y productividad. No acaba ahí el texto: Pero no todo son ventajas en el eucalipto. Sus restos, ricos en cineol, esterilizan el suelo impidiendo el crecimiento de otras especies y compitiendo con la vegetación natural ya que, además, rebrotan una vez cortados, siendo difícil su eliminación. Es, salta a la vista, un árbol celoso y solitario. Y terco. Son tantos que asusta imaginar tanta diversidad de personalidades. Si esta araucaria es un tanto hosca de trato –hosca y literaria, el Paco Umbral de los árboles–, al otro lado del parque está su opuesto, el ciprés. Puede verse justo a laespalda de la Glorieta de Luca deTena, casi frente por frente a la fuente de la Plaza de España. Tiene una larga y antigua leyenda fúnebre este árbol, no hace falta explicar por qué –véanse los cementerios–, pero no funesta. No es un árbol de mala suerte, sino muy al contrario. En tiempos de la antigua Roma, era un emblema de la amistad y la hospitalidad. Las avenidas que llevaban desde las vías de pizarra hasta las villas de campo de los patricios romanos estaban escoltadas muy a menudo por estos árboles que no hablaban entonces de despedida, sino de bienvenida. Fue la profundidad de sus raíces y la longitud estirada de su copa lo que dio miedo a muchas civilizaciones. Desde el principio de las civilizaciones humanas, fue un árbol sagrado. Dio nombre a una isla, Chipre, y se consagró tanto al sol y al fuego eterno como a los moradores de las profundidades de la Tierra, por su elevación y al mismo tiempo por su profundidad. Es el árbol de la inmortalidad, de la resistencia, de la incorruptibilidad. Los antiguos, siempre supersticiosos, no solo creían que el ciprés no era de mal agüero, sino que incuso espantaba el mal de ojo y los hechizos, y la gente empezó a cercar con ellos sus propiedades. Todavía hoy, en muchos adosados sevillanos, pueden verse setos de tuya, una variedad de ciprés. Y continúa el parque, y siguen sus árboles. Pero el resto queda ya para el paisano que, atraído por este mundo de presencias y creencias, quiera añadir o corregir algo a lo dicho. La lección de los árboles habla de la medida del tiempo, de la necesidad humana de ser un poquito más humildes y escuchar el recado de la naturaleza de vez en cuando, de compartir con ellos la sensación perdida de la divinidad, de lo extraordinario. Es el camino de otra felicidad. Y lleva ahí toda la vida.

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