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Tres escuelas y un reto

Un informe de la ONG Entreculturas sobre educación inclusiva compara la experiencia de colegios en Los Pajaritos, Malawi y Guatemala

el 16 sep 2014 / 12:00 h.

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De izquierda a derecha, Manuel Galán, Roxana Rosales, Ingrid Cuero y José Manuel Moreno (de Entreculturas). Foto: José Luis Montero De izquierda a derecha, Manuel Galán, Roxana Rosales, Ingrid Cuero y José Manuel Moreno (de Entreculturas). Foto: José Luis Montero El campo de refugiados de Dzaleka en Malawi, los pueblos de etnia K’iche de Santa Lucía La Reforma y Zacualpa en Guatemala y el barrio sevillano de Los Pajaritos son, a priori, tres entornos sin nada en común. Solo a priori porque el acceso a una educación que la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoce a todos los niños independientemente de su lugar de nacimiento se torna, en estos tres lugares, en todo un reto. De ahí que la ONG Entreculturas, que lucha por el acceso universal a una educación de calidad e integradora, incluya la experiencia docente de estos tres lugares como ejemplo en su informe Inclusión y equidad. Una educación que multiplica oportunidades. Por tercer año consecutivo, Entreculturas ha querido hacer coincidir la vuelta al cole con su campaña La silla roja que simboliza en las aulas a aquellos niños para los que no empieza un nuevo curso escolar porque no tienen oportunidad de ir a la escuela –58 millones de menores en el mundo de los que 31 millones son niñas– o ésta consiste en «un sombra debajo de un árbol» y no en la herramienta que les blinde oportunidades para labrarse un futuro mejor. Y es que, como señala la coordinadora regional de Entreculturas, Roxana Rosales, «si una educación de calidad cambia vidas, una educación deficiente también condena a la exclusión». El informe de Entreculturas y la campaña de este año hace hincapié en la necesidad de que la escuela se adapte a la diversidad de circunstancias de su alumnado. Algo de lo que el director del centro Sagrada Familia Blanca Paloma de Los Pajaritos, Manuel Galán, sabe bastante. Si en Guatemala, la fundación Fe y Alegría atiende a niños indígenas de poblados mayas que se encuentran con que los libros de texto están en castellano cuando en su casa y su entorno solo hablan quechua, y en Malawi el Servicio Jesuita de Refugiados procura dar acceso a la educación a niños que además de vivir con las penurias propias de un campo de refugiados presentan alguna discapacidad, los 49 profesores del colegio Blanca Paloma de Los Pajaritos se encargan de enseñar a 570 alumnos entre los que hay siete nacionalidades distintas, un alto índice de escolares con necesidades especiales de apoyo y, sobre todo, viven en un entorno donde la tasa de paro supera el 40 por ciento y para muchas familias «la prioridad es la comida». Aunque la mayoría de los padres son conscientes de la importancia de la educación para ampliar las oportunidades de sus hijos, de cada 60 alumnos de ESO –el centro imparte Infantil, Primaria, Secundaria y ahora FP Básica (antes Programas de Cualificación Profesional Inicial)– solo 20 llegan a cuarto curso ante la necesidad de dejar el colegio para ayudar a sus padres a «recoger chatarra» u otras vías para ganarse la vida. Entreculturas puso ayer rostro a la campaña La silla roja con Ingrid Tatiana Cuero, una joven colombiana de 23 años refugiada en Ecuador, país al que emigraron sus padres con ella y sus cinco hermanos escapando de la violencia. Ingrid relató orgullosa cómo venció los prejuicios de ser «la diferente» por su origen «afrodescendiente» y se ganó su sitio a base de esfuerzo y buenos resultados académicos hasta completar el Bachillerato en Contabilidad y Administración. «Llegué a ser abanderada de mi colegio y me pusieron muchas veces de ejemplo y ya no importaba el color de mi piel», subrayó, tras relatar que al cumplir los 14 años debió compatibilizar las clases con un trabajo para poder pagarse porque sus padres ya no podían hacerse cargo. Lo hizo porque «sabía que la educación era importante para mí» con vistas a aspirar a mejores oportunidades laborales. Gracias a esta encontró un trabajo al tiempo que colabora con una ONG que ayuda a otros refugiados colombianos y lucha por que la Universidad llegue a poblaciones pequeñas como la localidad ecuatoriana en la que actualmente vive que, por su carácter fronterizo con Colombia, cuenta con una amplia población inmigrante procedente de este país. Y es que su sueño es estudiar una carrera universitaria pero sus circunstancias –tiene dos hijos– le impiden desplazarse lejos. Y su mensaje es claro: «Todos los niños deben tener acceso a la educación» ya que «la educación hace una sociedad más inclusiva» Lo curioso es que su testimonio no dista mucho del de Manuel Lozano, un antiguo alumno del colegio Blanca Paloma, que relata su experiencia en el informe de Entreculturas y reconoce las dificultades de estudiar en un entorno nada propicio pues «hay muchos amigos que te animan aunque no hayan seguido estudiando pero otros te dicen ¿Con lo viejo que tú eres y sigues estudiando?». Su conclusión sobre las puertas que abre la educación es clara: «Antes veía un futuro de mierda. Pensaba que como mucho iba a acabar vendiendo droga. Y ahora espero un futuro bueno, con un trabajo decente, honrado y salir de aquí. No es que no me guste mi barrio, me gusta y no me avergüenzo, pero me gustaría algo más».

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