Cofradías

Triana siempre espera a la Virgen de La Estrella

Tras dos horas de retraso en las que no dejó de llover, La Estrella salió sin aligerar el paso cuando ya se había puesto el sol.

el 24 mar 2013 / 23:19 h.

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cristo estrellaA Manuel Domínguez, el hermano mayor de La Estrella, se le quebró la voz a las seis de la tarde cuando salió a hablar con sus nazarenos, y entonces alguno debió vacilar. La hermandad llevaba una hora de retraso, acababan de pedir permiso al Consejo de Cofradías para conseguir media hora más de margen, pero fuera la lluvia seguía cayendo a plomo. En ese momento, tres cofradías se habían rendido y otras dos fueron vencidas por el temporal. Y aun así todos esperaban a La Estrella, porque Triana siempre está esperando a La Estrella. Hubo ayer dos Domingos de Ramos en la Cava. El primero fue cruel y el segundo redimió a los escépticos y a los temerosos que por un instante dudaron si verían a la reina de Triana pasear por su barrio. Pero de estos había pocos. Llovía copiosamente en el callejón lateral de la capilla, un hormiguero de capirotes, y los más de mil penitentes de La Estrella se apiñaban en los estrechos portales, bajo los paraguas, y en las casas particulares que les abrieron la puerta. La red de telefonía móvil se había caído, el suelo estaba encharcado y a muchos nazarenos les faltaba un guante en la mano, porque lo estaban usando de capucha para proteger la mecha del cirio. Llegó un momento en el que incluso las madres, viendo a sus hijos pequeños con la túnica empapada, decidieron que era hora de retirarse. Pero en realidad nadie se movió. Los nazarenos, apoyados en fila contra la pared, veían caer la lluvia con una sonrisa cómplice en la boca, como si el diluvio fuera el telonero habitual de La Estrella. Y así fue. El mismo guión que el año pasado: el Cristo de las Penas se asomó a San Jacinto pasadas las siete. Todo quedó en silencio de repente, se podía oír el rechinar de las zapatillas húmedas de los costaleros saliendo del templo. El cielo se despejó, unos rayos de sol coronaron la azotea de la capilla, la banda empezó a cantar el himno del Cristo de las Penas, y al fin la multitud oyó la voz del eterno capataz Manolo Vizcaya: “Esto no es lluvia, son las lágrimas de nuestra Estrella”. Dos horas de retraso en las que no paró de llover. La cofradía debía achuchar el paso y recuperar tiempo, pero no iba a marcharse de Triana con prisas. Vizcaya no ordenó aligerar el paso hasta que la Virgen no hubo cruzado el puente. El Cristo de las Penas hizo la salida y la revirá sin detenerse, cuadró San Jacinto y avanzó balanceándose despacio, alternando zancadas largas con pasitos cortos. “Vamos trianeando sin prisas, que Triana ha sabido esperarla”, dijo, muy seguro, el capataz. La Estrella, que volvía a salir este año con el tradicional palio de Rodríguez Ojeda, asomó por el dintel de la capilla cuando ya anochecía. Las farolas acababan de encenderse, el cielo parecía haberle robado el azul a un cuadro de Murillo y por unos segundos volvió a chispear. Un fuerte aroma a claveles y jacintos la acompañaba. Se meció despacio, danzando, y la llamaron guapa y le gritaron vivas. Miles de trianeros se fueron tras ella y la acompañaron hasta salir del barrio, y hasta llegar a Campana, a cuya entrada la cofradía hizo una chicotá por todas las hermandades que no habían podido procesionar hasta el final. Ahí estaba la Virgen de la Estrella, otro año más, con la Carrera Oficial prácticamente para ella, sola por las calles de una Sevilla empapada de agua, alegre, impermeable al desaliento, valiente.

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