Un año más celebramos el Día Internacional de la Violencia contra las Mujeres. Fue el pasado día 25, en el que nuestro país volvió a presentar cifras escalofriantes de mujeres asesinadas por los hombres que las creen suyas. Unas cifras que dan pavor si contamos con las que son objeto de malos tratos. Ante ello la sociedad se siente perpleja, piensa que ya ha hecho sus deberes, y sin embargo la situación no acaba de cambiar. Se palpa cierto aire de frustración dado los escasos resultados producidos por unas medidas sobre las que la inmensa mayoría está de acuerdo. Y ciertamente se ha hecho mucho. La Ley Integral contra la Violencia de Género es buena prueba de ello. Su desarrollo posterior con la implementación de recursos y medios para su aplicación nos da cuenta de la preocupación que este problema provoca en los ámbitos públicos y privados. No cabe duda de que aún quedan por arbitrar nuevos remedios, pero se ha dado un paso importante en la conciencia colectiva de reprobación por lo que está sucediendo.
Se corre el riesgo de pensar que todo está hecho y que será con el transcurso del tiempo cuando se aprecien los resultados. Este planteamiento es fruto de una cierta complacencia con lo realizado hasta ahora y de la satisfacción por el vuelco trascendente que se ha producido en el modelo de relación entre géneros. No obstante, debemos afirmar, que queda algo más por hacer. Queda cuestionarse primero y cambiar después el estereotipo que rige esta sociedad, y nos referimos con ello a la masculinidad imperante en los comportamientos colectivos e individuales. Los malos tratos hacia las mujeres y su asesinato a manos de los hombres en el ámbito de las relaciones afectivas, no son más que un resultado, sin duda el más patológico, de una concepción del mundo y su destino que gira en torno al patrón de lo masculino, en el que las mujeres nos hemos colado de rondón, a costa de renunciar a aspiraciones individuales y a una identidad colectiva que construyeron para nosotras. Y así resulta que no hemos podido despegarnos aún de la posición de subsidiariedad en la que nos colocaron. Es la masculinidad reinante la que debe estar en el punto de mira de la transformación social y política que todos anhelamos. Para ello es necesario que se desvele la responsabilidad efectiva del modelo en el diseño de la sociedad actual. Y así, cuando se hable de violencia, se debe especificar el porcentaje de hombres que son responsables de la misma; cuando se den las cifras de infracciones de tráfico, se debe decir cuantos son los varones, en relación con las mujeres, que las realizan; cuando se provoca una crisis económica de estas dimensiones y de consecuencias insospechadas, no estaría de más que se revelara la proporción masculina de sus responsables. Pues estos datos y muchos más son los que expresan las señas de identidad de una sociedad que se ha construido en gran medida sobre relaciones de dominación.
Esa es la perspectiva de género que se debe aplicar en el análisis de la realidad; una perspectiva que no se puede limitar a resaltar exclusivamente la presencia de las mujeres en los temas que se abordan, como se ha hecho hasta ahora. De lo contrario, se puede llegar a la errónea convicción de que somos nosotras las que tenemos el problema, por ejemplo, para acceder a la actividad laboral, para ejercer una profesión o tener un asiento en los consejos de administración, cuando el problema lo tiene la sociedad en su conjunto, que es la que excluye a la mitad de su población.
Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide