Cultura

Un clavel para un anciano

Lugar: la Catedral. Misión: buscar a una mujer. La mujer de un viejo cuadro que cobró vida por amor, y que da pie a una visita extraordinaria.

el 16 feb 2014 / 23:15 h.

1clavel En la Catedral hay cuadros invisibles. Son lienzos que el tiempo ha ennegrecido o emborronado, y están colgados por los rincones más oscuros de las ya de por sí fúnebres capillas, al otro lado de las rejas guardianas. Es cierto que también hay algunos más próximos al visitante y mejor iluminados, pero la gente pasa por delante, por lo general, sin reparar en ellos ni un segundo más de lo que exigen las normas de etiqueta. Nadie va a la Catedral a admirar los cuadros, a intentar descubrir algo sorprendente en sus pinceladas, porque la mirada de la gente tiene puesta la camisa de fuerza de los prejuicios, y solo se le permiten ciertos movimientos indispensables; los justos para confirmar lo que ya se pensaba de antemano, para ver lo que se quería ver. Eso es así en arte y es así en todo. Pero en el caso concreto de los óleos de la Magna Hispalensis, este comportamiento es aún más injusto desde que Hugh Walpole escribió su relato Un clavel para un anciano: el caso de un turista inglés que encontró el amor en el personaje de un cuadro de la Catedral de Sevilla... y fue correspondido. Recorrer las naves del templo en busca de ese lienzo extraordinario es la tercera propuesta de esta guía apócrifa de Sevilla, donde, como en las anteriores, participa la titulada en Turismo Inmaculada Díez. La complicación de esta búsqueda ya la previene ella: «Las pinturas no se pueden observar muy bien, debido a la oscuridad que reina en la Catedral y a que la mayoría se encuentran en el interior de las capillas, y algunas no están en buen estado de conservación». Por otra parte, si la historia es ficción, ¿por qué no habría de serlo igualmente la obra? O bien, ¿y si ambas cosas, leyenda y pintura, fuesen reales? Empieza a haber más preguntas que respuestas, y casi tantas como cuadros medio escondidos. Pero hay cosas que se saben. El turista se llamaba Richard Herries. Eran los albores del siglo XX. Acababa de llegar en tren a Sevilla con su hermana Margaret y una amiga de esta, Elsie, los tres aceptablemente ancianos ya. Y en vez de ser recibidos por una troupe de gitanos, toreros y bailaores rebozados en claveles rojos, como esperaban, no obtuvieron otra recepción oficial que la llovizna y la soledad nocturna de la plaza, un chófer de autobús dormido y otros indicios de próximas calamidades, a decir de la hermana. Porque él, Richard, en realidad estaba encantado con Sevilla y no lo disimulaba. De hecho, quería quedarse a vivir aquí, ver la Semana Santa, la Feria, tumbarse al sol en mayo «y, lo mejor de todo, hundir la nariz en los claveles. Toda su vida el clavel había sido su flor favorita». Dentro de la Catedral no hay muchos claveles, esa es la verdad. Sin embargo, había uno en particular destinado para él. 1verticalAcudió al mismo templo una y otra vez, todos los días, mientras su hermana se preguntaba si se le habría ido la cabeza con algún delirio de senectud. Y no es que la iglesia le fascinara (le gustaba, sí, pero había visto otras muy bellas también, en anteriores viajes). Por supuesto, el monumento era muy especial: «Aquel segundo día comprendió que la iglesia era como una ciudad: allí las mujeres se arrodillaban, allí los niños jugaban, los sacerdotes pasaban rápidamente en pos de algún asunto, en un asiento próximo una mujer amamantaba a un niño, ante una capilla cercana dos perros jugaban, dos viejos barrían con escobas, algunos hombres en un grupo cercano discutían sus cosas. La vida, aumentada por la belleza y la majestuosidad del entorno, se desarrollaba por todas partes a su alrededor». Pero más allá del atractivo de su singularidad y de su antropología, la verdadera razón de su querencia por esa ciudad catedralicia estaba más allá de todo entendimiento: en una mujer dentro de un cuadro. Una mujer que de tanto ser mirada se volvió para mirarlo, porque el amor auténtico de aquel anciano le había devuelto la vida. Ya sea ficción, como parece, o ensoñación, esa mirada al óleo se imagina como algo imponente. Esta semana pasada, la de los enamorados nada menos, buscar esos ojos extraordinarios escondidos en la negrura de alguna de tantas capillas, «los ojos felices y serenos de Santa Emilia», se antojaba especialmente reverente y sobrecogedor . Ella «había estado esperando (durante cuántos años no me gustaría poder decirlo) muy pacientemente en la esquina derecha de un cuadro que cuelga en una capilla que permanecerá sin nombrar, porque sería una muestra de la peor impertinencia (...). Ni siquiera afirmaré de forma concluyente que su nombre fuera Emilia», escribe Walpole. Es difícil dilucidar qué es más milagro: si que una mujer representada en una pintura cobre vida, o encontrar esa pintura en un lugar como la Catedral. Al señor Herries se le concedieron ambos. Pero en la vida real, la operación de búsqueda es complicada. Al poco de pasar por el torno de entrada al monumento, y antes de acceder a las naves, una luminosa y moderna galería acoge varias de las obras de arte de esta iglesia; entre ellas, varios cuadros. Uno de ellos podría responder a la descripción. En el relato de este autor, neozelandés de nacimiento e inglés de vocación, se dice que está en una capilla, pero el tiempo ha pasado y quién dice que no habría cambiado de ubicación. Una pista: en la escena del lienzo, «Los cielos se abren y alguien, puede que Dios padre en persona, juzga y varios santos sentados en la hierba escuchan con leve sorpresa». Más o menos exactamente lo que se representa en esa obra de la galería de entrada titulada La Gloria, de Juan de Roelas (1615). Para los impacientes que aún no se hayan leído el relato, será cuestión de comprobar si alguno de los personajes podría ajustarse a lo descrito. «Su rostro joven, anhelante, ardiente, estaba elevado hacia el cielo en actitud de adoración, sus manos con sus deliciosos y finos dedos doblados sobre su regazo, un pañuelo verde cayendo suavemente sobre los pliegues blancos de su hábito (...). En una mano llevaba una flor que podría ser un clavel (Richard estaba seguro de que lo era), y fue el movimiento de aquella flor contra sus dedos lo que la advirtió de que algo excepcional estaba sucediendo. Así que se volvió y miró hacia las puertas y enseguida, en aquella primera mirada que intercambiaron, se amaron el uno al otro». Seguramente fuera una joven hermosa; de ella se cuenta que murió por una epidemia de peste a los 23 años. Lo cual presenta ya, a efectos de la misión emprendida (y, hay que insistir, para los impacientes que aún no se hayan terminado el relato), un primer problema: nadie semejante a esa descripción aparece en el cuadro de la entrada. En los tiempos en que Hugh Walpole visitó la Catedral, tal vez hubiese más luz, o eso da a entender. Quizá todos sus portones estuviesen abiertos, si entraban hasta los perros. La otra mañana, entre la oscuridad natural del edificio y la no menos natural oscuridad del día, la Catedral estaba particularmente tenebrosa. «Richard se quedó allí largo rato. Le dijo muchas cosas que nunca había contado a nadie en toda su vida». Pero la semana pasada, las únicas voces que contaban algo allí dentro eran las de las audioguías. Había parejas de turistas, algunos de ellos ingleses, inspeccionando cuidadosamente el otro lado de las cancelas de las capillas. Quizá, a diferencia de la inmensa mayoría de los sevillanos, conocían esta narración y andaban también a la caza y captura de la obra. 1anciano Un visitante contempla 'La Gloria', de Roelas, en la entrada del templo. Del pozo repleto de macetas que preside el pequeño patio que hay a un costado de esa galería de la que se hablaba antes, entra hasta las primeras baldosas del templo un dulce aroma a romero y una humedad que trepa por la espalda. Las primeras capillas parecen mansiones abandonadas o mausoleos a la mayor gloria de obispos y cardenales, y sus cuadros son el más extenso y variado repertorio de santos, barbudos y reyes bondadosísimos jamás visto en el mundo del arte. Y ni rastro de Emilia, si es que ese fuese su nombre. Pero la asesora turística de esta serie de crónicas avisa de que no todo está dentro de las naves: por fuera del monumento, también hay pinturas aunque cueste creerlo. «Se encuentran en la fachada exterior de la Catedral que da a la calle Alemanes, en una zona dedicada a oficinas de la parroquia del Sagrario. No sé nada sobre sus autores ni qué representan, solo que las pusieron ahí hará unos tres o cuatro años, cuando hicieron los trabajos de reformas en esa fachada, y me parecen bastante curiosas. No creo que muchos sevillanos hayan levantado la cabeza para observarlas», sospecha Inma. De vuelta al interior, excursiones de jóvenes aburridos lo graban todo con sus aparatosos móviles y se ríen unos de otros, ajenos a toda reflexión sobre la inmensidad del lugar, de su historia, de sus leyendas y, como ahora, de sus cuadros y de su literatura. Y mientras las japonesas se fotografían con el rosetón, los viejos ingleses continúan rebuscando por entre las cancelas. Los atriles donde se supone que informan de lo que hay dentro están ilegibles en muchos casos, emborronados o demasiado a oscuras como para distinguir nada. Todo se confía a las audioguías. Candeleros de purpurina, natividades, monjas y mártires, gente con mitra. El altar del Niño Mudo, qué curioso, y ante él hay sentado un señor orondo como en estado de trance. Aparece un nuevo cuadro que podría responder a las características, pero es una falsa alarma: es el Cántico de la profetisa María, colgado junto al despampanante Cristo de la Clemencia de Martínez Montañés; un crucificado bajo palio coronado por un viejo lema bien conocido por los sevillanos: Miserere mei, Deus. Apiádate de mí, Dios. El famoso miserere que está también en la música de cuaresma y en la leyenda de Bécquer. Un operario del templo, que pasaba por allí, se conmisera de los protagonistas de esta búsqueda y, descorriendo los cerrojos rojizos de óxido o de vejez, les permite entrar en la capilla de San Laureano. Pero ni siquiera así se puede distinguir la escena del enorme cuadro que corona su costado occidental: La entrega de la cabeza de San Laureano al clero de la ciudad de Sevilla, de Matías de Arteaga (1702). Evidentemente, pese a las sospechas iniciales, tampoco es ese y la cancela se vuelve a cerrar a las espaldas, dejando en el aire catedralicio el sonido de una interrogación. Inmaculada Díez pasa revista a los cuadros más importantes de la Catedral, por si entre ellos se encontrase el objeto de la búsqueda, y uno tras otro se van descartando. Sin embargo, la magia es tal que cada uno de ellos también parece tener su propia magia: el Ángel de la Guarda de Murillo, que «fue regalado a la Catedral por los frailes capuchinos, que estaban muy agradecidos porque aquí les habían custodiado sus valiosas obras de arte durante la invasión francesa de primeros del XIX». La visión de San Antonio, del mismo autor, que «en 1810 casi se lo lleva a Francia el mariscal Soult, oficial napoleónico. El Cabildo de la Catedral logró disuadirlo, pero no sin darle a cambio El Nacimiento de la Virgen (otro cuadro de Murillo, hoy en el Museo del Louvre). Por si fuera poco, el 4 de noviembre de 1874 unos desaprensivos cortaron la obra para llevarse el retrato de San Antonio. Acabó en manos de un anticuario de Nueva York, que lo devolvió a la Catedral de Sevilla». Y sigue el repaso: la Alegoría sobre la Inmaculada Concepción, también conocido como la Genealogía de Cristo, de Luis de Vargas. «Es como el linaje bíblico, y aparece la figura de Adán, que es la más curiosa de todas por su pierna. Gracias a este detalle, la obra se conoce popularmente como cuadro de la Gamba. Todo se debe a que en el siglo XVI, el maestro italiano Mateo Pérez de Alesio estaba en la Catedral pintando un San Cristóbal, y tanto le impresionó el trabajo de Luis de Vargas, que le dijo: Piu vale la tua gamba che tutto il mio San Cristoforo (vale más tu pierna que todo mi San Cristóbal)». ¡Se podrían escribir tantos libros sobre tantos de los cuadros de la Catedral! Y mientras tanto, en la narración de Walpole, el señor Herries sigue visitando a diario a la joven Emilia. Nadie, ni siquiera su hermana, sabe que su corazón es demasiado frágil. Pero la mujer del cuadro no ignoraba ninguna de las verdades del anciano, y le preguntó si le gustaría ir con ella. «Él dijo que iría dondequiera que ella lo llevase. Ella le prometió que vería jardines y jardines de claveles. Él le dijo que solo quería el que llevaba en la mano». La joven pidió permiso en el cielo... y lo obtuvo:se les permitía a ambos ir juntos a la eternidad, y el lugar de Santa Emilia en el cuadro sería ocupado por Santa Rosa. De inmediato, un pequeño grupo de visitantes se concentró ante la capilla: un anciano turista acababa de caer desplomado al suelo, Parecía un desmayo. No; estaba muerto. Ahí estaba la clave. No era posible encontrar a Santa Emilia, ni descubrir su pañuelo verde, ni sus finos dedos sobre su regazo; no había manera de toparse con la mirada dulce de la joven arrodillada sobre la hierba, pues, según la historia, desapareció para seguir viva después de la muerte, en el paraíso al que el amor la había conducido. Quién dice, entonces, que el cuadro no es cualquiera de las incontables escenas corales que pueblan las capillas. O que no es, por ejemplo, ese de La Gloria de Roelas al que tan admirado se asomaba también un anciano el día en que este periódico se acercó a indagar en busca del literario milagro. «Así era como ahora se lo decía a sí mismo», se contaba en las páginas que han dado pie a esta misión extravagante; «así era como lo veía. Tenía setenta y cinco años, había llevado en general una existencia feliz, plena e interesante, pero... ¡no había estado vivo hasta ayer! Había estado demasiado momificado, ciego, sordo, mudo, y no lo había sabido». Y tan cierto como que llueve los viernes santos que, ya de regreso de la Catedral, por la calle Tetuán y bajo el fúnebre frío de febrero, apareció por la derecha, desde una bocacalle, un joven empujando una carro lleno de jarrones de alpaca cuajados de claveles rojos. En Sevilla, quien no escribe un libro es porque no quiere. Será por milagros.

  • 1