Yo quería ser cantaor de flamenco, pero comprendí de que no servía y lo dejé. Otros, sin embargo, siguen martirizándonos con su cante todos los días; se niegan a reconocer que esto de cantar lo jondo es un don. En mi reciente viaje a Nueva York, como apenas podía comunicarme con aquellos extranjeros -me niego a reconocer que el guiri era yo, como le ocurrió a El Guerra en París-, encontré la solución en el cante jondo. Intentando desayunar en una cafetería de la Quinta Avenida, los camareros se olvidaron de mí al comprobar que no chanelaba el inglés. Entonces me acordé de una vieja letra por seguiriyas y la canté: "Yo no soy de esta tierra/ ni conozco a nadie...". Con qué pena no cantaría la copla, que la cafetería enmudeció y salieron hispano-parlantes hasta de debajo de las mesas. Y por fin pude desayunar unos huevos con más mal color que un chino en una montaña rusa. Para no tener historia, esta gente tiene demasiados cuentos. ¡Uff!