Con la elección de Obama a presidente, los EEUU han entrado políticamente en el siglo XXI. Un siglo en el que el debate político va estar marcado por la emergencia de los colectivos tradicionalmente excluidos del poder que reclaman ahora su presencia en los ámbitos en los que se decide el destino de la sociedad. Lo hemos visto en Bolivia y Ecuador con los indígenas y las clases populares, que nunca participaron en el pacto constitucional en el que se fundó la República; lo mismo que ha ocurrido Venezuela. También en China, los monjes del Tíbet y sus seguidores reclaman un hueco en el complejo panorama del país asiático.
En otro plano, los homosexuales han alzado su voz exigiendo el reconocimiento de su diferencia. Es el tiempo de la diversidad, en el que la ciudadanía ya no se puede explicar conforme a un patrón dominante único. La uniformidad del modelo liberal burgués en torno a la cual se construyó una democracia ajena a la disparidad étnica, cultural, religiosa, social o de género, se está poniendo en cuestión por aquellas y aquellos que enarbolan su diferencia como fuente de legitimidad para acceder a los centros de decisión.
El proceso está abierto y, como ocurre siempre, los acontecimientos se suceden de forma contradictoria. Surgen a impulsos de circunstancias y factores que a veces poco tienen que ver con la acción directa de los colectivos emergentes, hasta el punto de que nos pueden hacer creer que los cambios son anecdóticos o superficiales.
En este sentido, no se puede negar que en la elección de Obama ha influido la crisis económica en la que está sumergida la sociedad norteamericana. También es evidente que el presidente electo responde en sus formas y comportamientos al modelo burgués dominante, de tal modo que se puede decir que está blanqueado socialmente. Otra cosa muy distinta hubiera ocurrido si el candidato hubiese surgido de una colectividad afroamericana y hubiera enarbolado sus señas de identidad. Pero con todo, no se puede negar que un hombre negro será el presidente de los EEUU.
Sin duda este es el tema que va a ocupar parte de la agenda política del siglo que recién hemos comenzado. Así como en el anterior fueron las mujeres las que pusieron en solfa un modelo de relación que las excluía y las sometía, ahora son los colectivos que no contaron para el sistema los que reclaman su presencia activa en la sociedad a la que pertenecen.
La evidencia de este proceso no implica de por sí que la solución esté a nuestro alcance; antes al contrario, contamos con pocos mimbres ideológicos para abordar la relación entre diversidad y ciudadanía. Y ello porque el pensamiento dominante se ha mostrado impermeable ante otras miradas, ante otras perspectivas que proponen otra forma de entender y explicar el mundo que nos rodea, así como incapaz de adoptar otras soluciones diferentes para que éste progrese.
Me refiero en concreto a las aportaciones del pensamiento feminista que, al contrario de lo que muchos piensan, no se limita a reivindicar los derechos de las mujeres, sino que hace propuestas para una sociedad plural y diversa en la que todos quepamos. Por ello es imprescindible que éstas miradas y propuestas se enseñen en la universidad dentro de la troncalidad de los conocimientos habilitantes. Pero ésta está aún dominada por el patrón dominante que encarna la masculinidad.
Rosario Valpuesta es catedrática de Derecho Civil de la Pablo de Olavide