A un profesor de psicología que se confesó agnóstico del fútbol se le ocurrió poner a don Vicente del Bosque como ejemplo en un libro de claves para que un matrimonio tenga éxito. Debió de ser porque se define como un maratoniano, que echó a correr en Salamanca hace 59 años. Allí, junto a una estación de tren, empezó a darle toques a un balón. Un día, a los 17, agarró la pelota, se subió a un vagón y marcharon juntos a Madrid en busca de la fortuna que se adivinaba en el talento que emanaba de sus pies. Su padre, Fermín, al despedirle, sólo le pidió una cosa: que supiera comportarse. Y en eso, al que un tiempo después llamarían bigotón enfundado en una camiseta blanca, es un virtuoso. Contradictoriamente, la vida le ha colocado a contracorriente por ello en más de un cruce.
En el decálogo del buen maratoniano no faltan ni paciencia, ni sapiencia, ni la humildad para no sobrepasar los límites. Tampoco la inteligencia. No está en la mente el abandono, siempre la entereza, de mente y de espíritu. En un córner del antiguo campo de El Calvario salmantino, el socio número 19 del club charro contaba en cada partido a su hijo las historias de la represión franquista que lo llevaron a quedar confinado en un campo de concentración en Murguía (Álava), allí donde sus convicciones de izquierdas no cambiaron, como tampoco la necesidad de caminar por la vida con rectitud y sencillez, por mucha abundancia que disfrutara. En esa esquina del campo agarró las claves para su vida y las trasladó al campo de fútbol, primero en pantalón corto, luego con el silbato y el chándal.
Durante once temporadas fue titular indiscutible en el Real Madrid, un club distinto al de ahora, hecho grande en la tradición, en las buenas maneras, donde la victoria era el resultado de un camino, no el camino. Fue adiestrado por entrenadores que entonces fueron lo que es él en los banquillos: de Molowny aprendió que en un juego que basa su popularidad en reglas muy sencillas, el mejor recorrido hacia el triunfo es jugar con sencillez, que en el fútbol, casi siempre, es lo más difícil. De Boskov se empapó de socarronería, y de aceptar las cosas como vienen. Fútbol es fútbol. Siempre dijo que prefería dar el pase de gol a marcarlo, porque la alegría es doble, un trabajo de dos bien hecho.
Parecía lento pero era rápido, y mientras se dejaba crecer el pelo y el bigote (cierto, alguna vez no lo tuvo) ganó muchas ligas y copas, y aunque jugó una Eurocopa, no pudo participar en un Mundial y enfrentarse, como siempre soñó, a los brasileños, a los que considera los padres del fútbol. Una lesión lo apeó de la selección en Argentina 78.
Llegó la retirada, que aceptó con la naturalidad que le llevó también al trabajo de formación en la antigua ciudad deportiva del club de Concha Espina, que ahora ocupan los rascacielos que transformaron a un club de fútbol en una galaxia, y a los valores en mercadotecnia. En los últimos años de aquel Real Madrid, a mediados de los noventa, don Vicente ocupó el puesto de Molowny y Boskov, y aplicó lo que aprendió de ellos. Ganó la Copa de Europa dos veces, otras dos ligas, sólo Miguel Muñoz le superaba ya como mejor técnico del club más laureado de la historia. Hizo fácil lo difícil una vez más. La noche de celebración del cuarto título en cuatro años, le comunicaron que no seguía. Al presidente galáctico le parecía anticuado. Esa cara alrededor del bigote, afable y bonachona, no quedaba bien en el anuncio. Le fue difícil explicarle a su hijo Álvaro, que sufre síndrome de down, por qué lo despreciaban en una casa donde había dado tanto durante 36 años. No le dolió tanto la salida como las formas. Volvió a coger el tren y se fue a Turquía, allí supo que el presidente de la galaxia se iba porque sin don Vicente no había vuelto a ganar nada con sus guapos y modernos entrenadores. Ahora para en la estación de la selección española. Se acerca el kilómetro 42 en su maratón, pero antes de cruzar la meta quiere enfrentarse a los padres del fútbol en Sudáfrica, en la final, y levantar la Copa como le enseñaron en un córner de Salamanca.