En lo que llevamos de Bienal, hemos visto baile de todos los colores: baile de heroínas griegas, baile en un entierro, hindú, de granja avícola, baile mudo, marinero, arqueológico, de claqué, baile con el ejército turdetano, con corneta... Y en esto llegó La Moneta para recordarnos que existe el baile-baile, sin aditivos ni colorantes.
Se llamaba el espectáculo Paso a paso, pero bien podría haberse titulado Sin trampa ni cartón. La Farruca, con la bailaora en escena austeramente vestida y acompañada solo por la guitarra de Luis Mariano, con un fondo neutro y la luz justa, reveló las imperfecciones propias de los nervios iniciales. Pero también eso forma parte de un espectáculo en directo, y de nada sirve tratar de disimularlo con farfolla audiovisual, trajes aparatosos o músicas horrísonas.
A partir de ese momento, y durante más de hora y media -que se dice pronto-, todo fue en ascenso. Cuando uno carece de efectismos, no hay otra que trabajarse al público a fuego lento, ahora con una malagueña en la que revela su excelso movimiento de manos, ahora en una acompasada soleá, con el dramatismo preciso... Si se permite el símil, allí donde otros buscarían el gol urgente, Fuensanta La Moneta optó por la trabajada victoria de un partido de tenis, bola o bola.
El dúo con Javier Latorre, hermosísimo desde la sencillez, terminó de caldear los últimos resquicios de sombra del teatro Central. Todo estaba servido para esos tientos azambraos que, con un ejército de cantaores -algunos granadinos desconocidos por estos pagos, pero imponentes- y por el compás de el Bobote -¿para cuándo esa calle?- la auparon literalmente al éxtasis. Ella solo tuvo que poner su arte sobre las tablas. Sin peplos de Antígona ni gallinas en la chorla. El baile flamenco, puro y desnudo. El baile.