Por Dolores Guerrero Aunque El Malentendido se inspira en un hecho real, Albert Camus concibió esta obra como una alegoría que reflexiona sobre el miedo a la muerte, la impotencia ante el destino y la desesperanza con un discurso crudo, aunque impregnado de un lirismo que, por desgracia, en este montaje no acaba de brillar como se merece. La historia tiene todos los ingredientes de una tragedia clásica: Una madre y su hija, desesperadas por la soledad y la falta de ingresos, deciden matar a los viajeros solitarios que se hospedan en su hotel para robarles y ahorrar hasta tener el suficiente dinero para huir hacia el sur, donde el calor del sol las hará sentirse vivas de nuevo. Pero uno de los viajeros resulta ser el hijo que se fue de casa siendo adolescente, y por miedo al rechazo decide comportarse como un cliente más, y por ello acaba siendo asesinado por su propia madre y su hermana quienes, al darse cuenta del malentendido, deciden suicidarse. Así, los personajes están abocados a un destino del que no pueden huir, pero Camus trasciende esa condición trágica colmando a la madre y a la hija de una frialdad que raya con la psicopatía, aunque deviene de haber traspasado el umbral del sufrimiento. Empeñado en ser fiel a la atmósfera de extrañamiento que definen esos dos personajes, Eduardo Vasco opta por un espacio escénico frío que tiene su contrapunto en la música de la viola de gamba de Alba Fresno y el acordeón que Escott A. Singer interpretan en directo con maestría, aunque por desgracia no acaban de cumplir su función. De la misma manera el audiovisual, que completa la escenografía, más que aportar algún significado se limita a ser un mero elemento decorativo. Y por si esto no fuera bastante, el director lleva a los actores a delimitar un trabajo de interpretación tan contenido como precipitado, recreando con ello una atmósfera de falsedad que resta conmoción a la dramaturgia.