Por Gabriel Ramírez Lozano Una de las excusas más habituales que utilizan (utilizamos) los padres para no llevar a los niños a esos lugares que parecen estar en este mundo para el uso exclusivo de adultos y sólo adultos es imaginar que se aburrirán y les (nos) destrozarán el plan. Se pueden aburrir, igual se duermen, no sabemos si aguantarán al descanso para ir al baño. Pues bien, lamento comunicar a los padres, madres, tíos y abuelos de este mundo que en eso (como en casi todo lo que tiene que ver con los niños) estamos equivocados. De cabo a rabo, para ser más exactos. Hasta el día 7 de febrero se representa en el Teatro Real de Madrid la ópera de Engelbert Humperdinck Hänsel y Gretel. Es divertida a más no poder, amable hasta lo sorprendente. Y una ocasión única para dejar las excusas olvidadas. A veces (muchas), los que escribimos sobre lo que vemos en los teatros, nos perdemos en profundidades técnicas y olvidamos aspectos fundamentales. Voy a decirlo sin cosmética: nos ponemos estupendos. Una de esas cosas que solemos dejar a un lado es, ni más ni menos, lo que se puede disfrutar de un espectáculo sin prestar atención a la colocación de un elemento sobre el escenario, el diseño del vestuario o si la soprano se ha dejado olvidado su mejor la en el camerino. Y para no olvidar algo tan elemental como lo que significa un espectáculo en toda su dimensión no hay nada mejor que tener a un niño o a una niña en el asiento de la derecha o de la izquierda. Hay un momento en la representación de Hänsel y Gretel en la que los protagonistas se quedan dormidos y podemos conocer sus sueños. Unas pantallas de plasma aparecen desde las alturas mostrando todo tipo de imágenes de comida basura (hamburguesas, dulces de colores improbables, bebidas y glotonería). Suena la música y todo el aforo mira aquello analizando y analizando. Pero suena una carcajada que sorprende. Sí, llega de la butaca que ocupa una niña. No se puede contener y ríe. Al llegar la pausa le pregunto sobre ello. Soñaban con todo lo que no se puede comer. Los niños soñamos o imaginamos esas cosas y nadie nos puede regañar. Somos muy listos. Ya les adelanto que esa señorita estuvo, durante las dos horas y media, despierta, entusiasmada, no pidió ir al baño y, sin ella saberlo, logró que la función tomase una dimensión distinta para los que estábamos alrededor. La ópera era algo divertido y extraordinario. Sin más. La ópera se convertía en una fuente de conocimiento en el sentido de ser útil para explicar una realidad al espectador (en este caso una niña que no quería analizar voces, vestuarios o el nivel técnico de los músicos). Una mirada clara para un espectáculo único como es la ópera. Con esto debería ser suficiente. No se me ocurre nada mejor que decir. Aunque no tengo más remedio. La ópera de Humperdinck es deliciosa. No es extraño que Richard Strauss la calificara como obra maestra. A pesar de recordar a Wagner, esta ópera abrió la puerta a nuevas alternativas. Al propio Wagner y al verismo italiano. El libreto rebaja notablemente la crueldad del cuento original (por ejemplo, la madrastra es, ahora, una madre deprimida y desesperada que no desaparece cuando la bruja es eliminada) e introduce el leitmotiv religioso en su lugar (catorce ángeles cuidan de todos nosotros), asunto que se desarrolla musicalmente y por completo (ya aparece al comenzar la partitura) en el momento en que esas pantallas a las que me refería aparecen en escena. La puesta en escena convierte el libreto en algo de rabiosa actualidad: el consumismo y sus efectos sobre todos nosotros. Elegante y efectiva. Divertida, tierna, más profunda de lo que puede parecer a simple vista. La casa de Hänsel y Gretel es una caja de cartón, la de la bruja un enorme montón de chucherías y los bosques un recuerdo de lo que fueron antes de que los destrozáramos inundándolos de plásticos. Ayuda mucho a que esa puesta en escena funcione un trabajo interpretativo de los cantantes al que no estamos acostumbrados. Bien las voces y extraordinarios en su faceta dramática. Destacan Alice Coote (Hänsel) y Sylvia Schwartz (Gretel; alcanza unos tonos agudos preciosos). Una pareja que termina haciéndonos creer que son, realmente, un par de niños. Y José Manuel Zapata defendiendo su bruja también está por encima de las expectativas. Más divertido y loco no se puede estar. Paul Daniel dirige una orquesta que resuelve la papeleta sin problema alguno. Sin grandes alardes, pero con suficiencia. Podría contar a la niña que reía algunas cosas como estas. Incluso más complejas. Sí, lo podría hacer. Pero, tal vez, me terminaría preguntando si las pantallas que bajaban de las alturas sumaban catorce, si eso era lo mismo que los ángeles protectores. Y terminaría dejando de entender nada. Así que lo dejaremos tal cual está. Que siga acudiendo a la ópera y sea capaz de explicarse su propio mundo. Ya tendrá tiempo de perder la inocencia y la frescura al mirar un escenario.