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Una tarde de calor en Amsterdam

A pesar de mediar octubre, hacía bastante calor y humedad. Los destellos del sol jugaban con el agua. Un torrente de hojas amarillentas peinaba el aire de la tarde y alfombraba el irregular empedrado que moría en los turbios canales. En la cola para entrar, se podía ver a enamorados abrazados que se besaban...

el 15 sep 2009 / 16:48 h.

A pesar de mediar octubre, hacía bastante calor y humedad. Los destellos del sol jugaban con el agua. Un torrente de hojas amarillentas peinaba el aire de la tarde y alfombraba el irregular empedrado que moría en los turbios canales. En la cola para entrar, se podía ver a enamorados abrazados que se besaban en la espera, a pequeños grupos de amigos de gestos exagerados, para distracción de las pacientes personas que esperaban su turno.

Abundaban las habituales mochilas sobre la espalda y los sofisticados carritos para bebés. Unos cuantos padres y madres se ufanaban en explicar a sus hijos la terrible historia de aquella niña. La casa era una vivienda típica de Ámsterdam. La niña que vivió en ella se llamaba Ana Frank.

Una niña judía, refugiada de Alemania, que vivió una parte de la II Guerra Mundial escondida en un ático junto con toda su familia. Una niña famosa por un diario, en el que relató su asfixiante cárcel clandestina. La penosa y precaria vida cotidiana, poblada de miedos y de carencias. Un diario violentamente interrumpido por los nazis, que le condujeron a una trágica muerte en un maldito campo de concentración.

Una niña que se convirtió en todo un símbolo en la posguerra. De millones de europeos masacrados por asesinos envueltos en enloquecidas ideas de extrema derecha. Todos los que estábamos allí, teníamos una idea preconcebida de lo que íbamos a ver. Gracias a la lectura del diario de Ana o ayudados por la película americana.

Teníamos el presentimiento de que íbamos a reconocer el dormitorio de Ana, con sus paredes plagadas de recortes de periódicos. Habitadas por famosos actores de Hollywood, por alegres anuncios publicitarios que recordaban tiempos sin escasez y de libertad. O las estrechas escaleras que subían al escondite, interrumpidas por la pequeña estantería que ocultaba la puerta junto con un mapa de la vieja Europa. Una prisión con las ventanas cegadas, condenada a la penumbra diurna y a la oscuridad absoluta al caer la noche.

Un momento especial por uno de esos inesperados guiños del destino. Antes de alcanzar la entrada, por pocos segundos, me encontré en el periódico la noticia de la muerte del líder de la extrema derecha austriaca Jörg Haider. Una noticia acompañada de las previsibles expresiones de dolorido pésame. Formuladas de forma indistinguible por políticos de todos los colores. Palabras que sonaban inquietantes en aquel ambiente.

Palabras que no dejaban de retumbar en mi cerebro, conforme recorría los angostos espacios de la casa de Ana. Al final, ante una presentación llamada Free2choose, sobre el abuso de la libertad como el peor enemigo de la democracia, fui consciente de los riesgos de la complacencia. Los peligros de la inmoderada cortesía democrática con los enemigos de la libertad. Pero tengo que estar equivocado. Sería el impacto emocional de la historia. El efecto de una húmeda tarde de calor. Porque quiero pensar que es mi propio error. Convencerme de la imposibilidad de tantos políticos equivocados.

Abogado

opinion@correoandalucia.es

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