Bueno, pues ya hace los 20 años redondos de la inauguración de la Expo, el evento que muchos sevillanos siguen considerando el más importante del siglo XX pese a que cuando se celebró no hacía todavía ni esos mismos 20 años que habíamos salido de una dictadura de casi cuatro décadas. Pero tampoco es plan de ponerse místicos ni cuestión de regañar al personal aplicando las leyes de la perspectiva histórica: estamos hablando de la Expo y aquello, qué quieren que les diga, fue una fiesta a lo grande. Y aquí caben todos los tópicos propios, que la Exposición Universal ya tiene su catálogo personal: modernizó Sevilla, nos metió en el siglo XXI, nos abrió un poco (bueno, un poquito) la mente...
Para festejar que 20 años no se cumplen todos los días, en El Correo lo hemos celebrado con una revista especial (y gratis, oiga) por la que desfilan los principales protagonistas de aquella historia. Tras leer sus peripecias, servidor se queda con tres detalles: el primero es que inventarse la Expo fue estar al borde del infarto por estrés durante los varios años de obras y los seis meses de celebración. El segundo es el escepticismo contra el que hubo que luchar, empezando por el de los propios sevillanos; el tercero, el orgullo por conseguir el objetivo, que iba mucho más allá de cumplir unos plazos y no hacer el ridículo: fue demostrar (empezando otras vez por nosotros mismos) que podíamos con los grandes proyectos, que éramos serios como país. Aquella Expo, y aquellos Juegos Olímpicos meses después, fueron a su modo unos simbólicos últimos pasos de nuestra intensa transición: Curro y Cobi nos hicieron más europeos.
Total, que después de años y años con el "que no llegamos" y el "verás tú", resultó que llegó el 20 de abril y estaba todo. Sí, había un par de pabellones chamuscados, el parque del Alamillo no se acabó hasta un año después y el por entonces hotel Príncipe de Asturias abrió semanas más tarde, con la Cartuja en plena ebullición, pero en el recinto de la Expo estaba terminado todo lo que debía estar terminado. No sólo eso, sino que aquello funcionaba como un reloj y un paseo por la isla te llevaba de la sorpresa a la admiración. Los que la veían empezaron a decir que aquello era una chulada y claro, nos entró el orgullo. En aquel momento nos faltó hacer como el macho alfa de la manada de gorilas, empezar a aporrearnos el pecho en plan aquí estoy yo y ahí queda eso.
En toda historieta que se precie tiene que haber momentos de angustia e intriga para que luego el sol brille más que nunca, para que el final feliz sepa mejor. El momento clave es el punto de inflexión, cuando se produce el giro dramático que cambia el discurrir de las cosas. Si me preguntan, yo tengo mi momento: el incendio fortuito del pabellón de los Descubrimientos. Es verdad que las obras iban a contrarreloj y que, aunque no lo pareciese cuando todavía faltaban dos meses, se iba a llegar a tiempo, pero en el imaginario de la ciudad estábamos todavía con el miedo al ridículo, a ser el hazmerreír mundial, a dar una mala imagen que nos iba a costar muchísimo tiempo quitarnos. En las jornadas de puertas abiertas la gente había ido en masa a ver el recinto, que impresionaba y gustaba, pero casi todos estaban convencidos de que aquello no iba a estar terminado para su fecha. Si a esto se le une que las siempre poderosas corrientes conservadoras de esta ciudad se frotaban las manos para celebrar el fracaso, deseando que cambiase lo menos posible el mundo que siempre habían controlado, no es de extrañar que el sevillano se revistiese con una coraza de escepticismo, de cierta frialdad, de ironía para no llevarse una decepción. Había esperanza, pero estaba escondida tras un muro de expectación, un no querer volcarse del todo para no llevarse un palo gordo.
Y cogió y salió ardiendo el pabellón de los Descubrimientos, el mejor de todos, el buque insignia, el orgullo de la organización. Nosotros mismos empezamos a ser críticos: vaya chapuza, cómo no iba a pasar esto, se veía venir... Pero nos pasó como con nuestra familia, que la critico yo pero no permito que otro lo haga. Y cuando en toda España también empezaron a decir que vaya chapuza, pero añadiendo más de uno que si es que no puede ser, si es que los andaluces y los sevillanos son como son... Hasta ahí llegó la broma para muchos y entonces la ciudadanía (al margen incluso de los apocalípticos locales que fueron los primeros en mofarse) empezó a cerrar filas. Una corriente de orgullo herido estrechó los lazos con la Expo: aquello tenía que salir bien, era una cuestión de autoestima. Y empezó el romance de verdad en una historia que, ya saben, tuvo final feliz.