A cuento de las enfermeras del Hospital de Cádiz hablaré hoy de los uniformes. En España no nos gustan los uniformes, ni llevarlos ni quienes los llevan. Hemos llegado, como en casi todo, al extremo y nos negamos a la uniformidad en actividades y empleos en los que estaría más que justificada. Se discute quién es el dueño de la apariencia del trabajador, si éste o la empresa, y a partir de ahí resulta difícil llegar a soluciones razonables.
Al final se arregla con dinero -pagando por llevarlo- o por poder, imponiéndolo o resistiéndolo haya razones o no. Pierde el trabajador o pierde la imagen de la empresa, según los casos. Una política de imagen corporativa basada en el uniforme o en códigos de vestimenta tendría que ser razonable, digna, respetuosa con las creencias de cada uno y, sobre todo, no discriminatoria.
Porque el problema en nuestro país, otra vez como casi siempre, es la forma en que tratamos a las mujeres. O bien les colgamos vestimentas hechas para hombres, queden como queden. O bien las diseñamos pensando en ellas, y entonces es aún peor. Fíjense en cómo se diseñan los uniformes para hombres y mujeres en muchas empresas: se quiere que los hombres parezcan señores, y las mujeres, criadas.
Catedrático de Derecho del Trabajo
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