Dentro de la amplia biodiversidad del flamenco actual, Tomás Perrate es un curioso espécimen. Nieto de una leyenda como Manuel Torre, hijo de otro grande como Perrate de Utrera, cantaor tardío y casi azaroso, se ha venido desenvolviendo como artista en una zona ambigua donde el pop y esa superstición llamada pureza se abrazan. Cuando despega los labios, no sabes si va a subir el eco de la sangre o la heterodoxia del hombre de la era Spotify.
Ayer se propuso que mandara lo primero. Según dijo al público, su intención era mostrar a Utrera "como forma de ser y estar". Y también, cómo no, de cantar. Perrate posee muchos atributos para defender su apellido: sabe plantarse ante el escenario, tiene una voz sabrosa y flamenquísima y un repertorio amplio. Sin embargo, es capaz de rozar la gloria y despeñarse de un palo a otro, e incluso dentro de un mismo cante.
Anoche hizo una bonita soleá y a continuación unas incomprensibles alegrías, cojas y descabezadas. Buscó la luz por tientos y encontró el interruptor cantándole al baile de Carmen Ledesma por tangos. Es cierto que la regularidad es algo que sólo hay que pedírsela a los futbolistas, o ni eso. Al concurrido público -entre los que se encontraban personalidades como Juan Peña El Lebrijano o el pintor Luis Gordillo- no parecía importarle la línea irregular del concierto, y jaleaba y aplaudía efusivamente al de Utrera confiando en que unos ánimos altos llaman a la inspiración mejor que una depre.
Le pidió a su guitarrista que no se apurara -"despacio, compadre"- para que el resuello siguiera asistiéndole, y cerró la primera parte con unas bulerías rematadas con aires bambineros. La segunda correspondió al repertorio de su último disco, Infundio. Creo que el artista se siente más a gusto con esos formatos elásticos, no tan exigentes como el cante jondo con la guitarra pelada, arropado por instrumentos eléctricos y percusión. Ahí puede combinar la soleá de Alcalá y Utrera con formas musicales solo aflamencadas.
No sé si los cabales se horrorizarán, pero me gusta la versión que hace del Te vi de Fito Páez, como de esa rumba entre Málaga y Camagüey titulada Te digo como lo siento, o del Se nos rompió el amor de Manuel Alejandro que ya metiera José Mercé, si mal no recuerdo, por bulerías. Tomás queda favorecido, en fin, fuera de la lupa implacable de la ortodoxia. Ahí puede hacer valer su jondura consustancial sin sentir sobre los hombros el peso aplastante de la historia, como quedó patente en la cálida noche de Santa Clara. Es una voz, no un futbolista. Que luego le acompañe la afinación y el compás, es otro cantar.