Hace dos días, el lunes, la foto principal de las portadas de los periódicos -la el Gran Poder siendo llevado hacia el convento de Santa Rosalía- intentaba presentar el hecho como algo insólito, trataba de convertir en noticia de primera página lo que no ha sido desde siglos sino actividad ocasional pero normal: nada ha sido más habitual que el peregrinar de hermandades y patronos de collación en collación y de iglesia en iglesia. Sevilla nunca podría formar parte de las "ciudades invisibles" de Italo Calvino; sería, más bien, una de las "ciudades de visibilidad" de un escritor aún por llegar. Esas mudanzas, idénticas a las del cambio de domicilio de una familia poderosa, forman parte aquí de la religiosidad popular, de la re-ligación de lo sagrado con lo cotidiano.
Que el Gran Poder haya sido trasladado a un convento durante seis meses no es, para quien entiende Sevilla, una gran noticia, de la misma manera que no pasa de mera sorpresa que le cambien la túnica. La noticia sería la de su quietud e inalterabilidad, como si se tratara de un elemento de la tabla de metales. El domingo el Gran Poder era el de siempre; los que habían cambiado eran los medios: se regían por las reglas de aquel magnate que Orson Wells retrató en Ciudadano Kane, lo llevaban no por las calles de Sevilla sino por la senda de la sociedad mediática, pretendían convertir en divo a un vecino.