Hoy, sobre la tumba de don Antonio, habrá ramos de flores y versos, pero quedarán sobre la tierra de Collioure, en Francia. Es como una maldición -quizás una consecuencia- que las figuras sevillanas que hicieron gala de coraje moral en su tiempo terminaran lejos. Pasó lo mismo con José María Blanco White un siglo antes. Llegan los aniversarios y parece que fuéramos a tomarlos en serio extrayendo de sus días algo para comulgar con ellos en los nuestros. Pero luego su estrella -como la de los acontecimientos de su tiempo- vuelven a perderse en el horizonte mediocre que nos rodea.
Gone with the wind los versos y las flores, o en el mismo instante que salen de los labios, o pasados unos días, quien quisiera traerlos hasta aquí otra vez habría que abandonar ese camino y adentrarse por otros; volver a leer tal vez aquel relato que nos legara Alejo Carpentier, Viaje a la semilla, en el que el hilo de la narración iba desde el instante de la muerte al magma anterior al nacimiento, reflexionando sobre lo que había sucedido en una concatenación experimentada pero nueva, con recuerdos que nunca eran póstumos, que no podían serlo.
Sevilla tiene a Antonio Machado -a toda su familia- como un adorno, un nombre que prueba su capacidad para parir portentos; él y los suyos tuvieron, sin embargo, a Sevilla como un campo de reflexión, un territorio en el que alumbraron sus ideas, un campo en el que se pretendió sembrarlas. Don Antonio, tan crítico con su ciudad en tantas cosas, se revistió de filosófo con el traje sevillano de Juan de Mairena. Seguramente era el que llevaba puesto -y fuera su mortaja- cuando cruzaba la raya de la frontera francesa y escuchaba a su madre, la trianera Ana Ruiz, también a punto de iniciar su viaje al punto germinal, preguntarle:
-Antonio ¿llegaremos pronto a Sevilla?
Antonio Zoido es escritor e historiador
