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Viaje a la Siberia sevillana

Enclavado en plena Sierra Norte, el Cerro del Hierro constituye uno de los monumentos naturales más fastuosos de toda la provincia.

el 13 ene 2012 / 22:26 h.

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No negará que con este sol impenitente que viene burlándose del invierno sevillano desde hace ya demasiadas semanas no siente la tentación de buscar, aunque sólo sea un ratito, el frío original de esta época del año. Viviendo en Sevilla lo tiene crudo. Casi crudo. Porque existe un reducto, un trocito de tierra en el que la rasca no es providencial, si no contumaz: el Cerro del Hierro, un paisaje natural en plena Sierra Norte más conocido como la Siberia sevillana.

Situado a cinco kilómetros de San Nicolás del Puerto, este monumento natural -que también comprende una diminuta población con casas de factura inglesa, propias de la antaño explotación minera- se extiende a lo largo de una zona kárstica, de roca caliza rica en minerales de hierro, que fue explotada desde antes de los romanos y hasta mediados del siglo XX.

Por fortuna han dejado lo mejor. Y el paisaje es uno de los más imponentes que puedan contemplarse en la provincia. Si se prepara para conquistarlo escuchará retahílas de todos los colores, desde que es un lugar inaccesible y sólo apto para los muy avezados en la montaña hasta que no va más allá de un senderito inane propio para infantes. No se crea nada. O más bien sitúese en un término medio: la visión que tendrá, ya lo hemos apuntado, es fastuosa, y la dificultad; intermedia. Con todo, el Cerro del Hierro comprende una territorio tan vasto que tendrá espacio suficiente para detener la marcha o acortar la caminata.

La acción de las lluvias durante un puñado de millones de años y el trabajo del hombre durante unos cuantos siglos han dado como resultado un lugar mágico lleno de luces y sombras, de recovecos y llanuras a pleno sol, de tajos y túneles que provocan la curiosidad del senderista. En pocos sitios tan medianamente accesibles como este se sentirá tan tentado de ir por aquí o por allá. O de avanzar primero por acá y regresar por ese otro camino. Perderse, relájese, es complicado. Siempre que huya de la noche. Nadie querría pernoctar a algunos grados bajo cero en medio de una zona frondosa y al arrullo únicamente de los aviones roqueros, unos pajarillos oriundos que se conocen el Cerro mejor que el ínclito Dr. Livingstone.

De día, el sendero lleva a los visitantes por un terreno que, prestando un poco de atención, comprobará cómo brilla ante sus ojos: minerales como el esquisto y el oligisto resplandecen al paso, un vestigio del pasado minero de un lugar donde abundan los miradores y los remansos tras densos desfiladeros punteados de adelfas e higueras cuyos espinos tendrá que evitar si no quiere mayor recuerdo del lugar que una buena reunión de fotos.

Pasillos de paredes verticales, túneles oscuros que comunican unas cuencas con otras, una maraña de caminos cincelados por pétalos de lágrimas rojas, cornicabras y durillos. Botánicamente esto es el maná al modo hispalense. Una serpenteante escalera de madera le llevará de nuevo al mundo real. Con suerte, paciencia y con un madrugón previo, podrá admirar el vuelo de la cigüeña blanca, inquilina alada y majestuosa del Cerro.

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