Local

Viaje flipante a la mente de la señora condesa

La visita guiada al Palacio de Lebrija, en la calle Cuna, desvela una psicología entre la genialidad y el puro disparate.

el 05 dic 2013 / 18:50 h.

TAGS:

casalebrija Al poco de entrar, unos óleos oscuros e inquietantes y montones de vitrinas de caoba repletas de añicos de cantaritos antiguos ponen sobre la pista de qué es lo que uno va a ver (más aún, a descubrir) en esta mansión de la calle Cuna. Porque el gran hallazgo de la visita al Palacio de la Condesa de Lebrija no es el palacio en sí (que también, aunque solo sea porque tiene dentro media Itálica), sino algo mucho más apasionante: la difunta condesa. En concreto, su mente. Y dígase ya desde el primer momento que no es en absoluto una mente cualquiera, sino algo capaz de dejar a medio Colegio Argentino de Psiquiatras balando como lindos corderitos sobre sus propios divanes burdeos. Para esta misión de descubrir los entresijos neuronales de doña Regla Manjón, que así se llamaba la protagonista de esta flipante historia, el contar con alguien que ilustre el recorrido y explique los pormenores del caserón del XVI se antoja esencial. El relato de Inma, titulada en Turismo, guía imprescindible del lugar y uno de sus mayores tesoros, va revelando a lo largo del recorrido no ya el mero contenido material de las estancias frías, sino el espíritu de sus antiguos moradores, que siguen pululando por allí como si nada. “Tienen las casas fisonomía. Tienen las casas almas. Tienen algo indefinible nacido de una idea o un sentimiento. Renovada y embellecida hoy, es abreviado compendio donde toda mi vida se ha condensado. Ella es el relicario donde he guardado los venerables tesoros de mis abuelos y los tesoros artísticos durante toda mi vida acumulados”, dejó escrito la dueña, con más razón que un doctorado sobre Kant. La primera impresión al atravesar el amplio zaguán en penumbra y alcanzar el patio principal es de apabullamiento integral. Presume de ser la casa mejor pavimentada de Europa, y no exagera: escoltado por ocho macetones de helechos y bajo un palio de cristal sujeto por columnas dieciochescas, capiteles toscanos y yeserías mudéjares, aparece un epatante y colosal mosaico romano (uno de los muchos que alfombran el palacio) dedicado al dios Pan con su flauta y todo, y salpicado de escenas conmemorativas de las salidas de picos pardos del siempre travestido Zeus (que no eran pocas, dicho sea de paso, entre un tríncate allá a esa Dánae o un arrebátate ahí a esa Leda). Nada que ver con los patios enlosados que se ven hoy día por el Aljarafe. De hecho, ni siquiera hay manguera enrollada en un rincón. Lo que sí hay en ese rincón es una escalera a tono con el aire inmodesto del palacio, a la que se asoman unos tapices flamencos de Bruselas que tampoco son, precisamente, la toalla playera de Rastreator que se suele ver en las barandillas de los antedichos adosados. En la planta alta, sorteando maletones mexicanos del XVIII y exquisitos bargueños napolitanos con cajonería de cristal lacado, el visitante se encuentra con la verdadera personalidad de la dueña de la casa, a saber: una señora nacida en las artes de la vinatería sanluqueña que, desde que compró el edificio en 1901 hasta que se fue a criar malvas en 1938, hizo lo que le dio la santísima gana: movió tabiques para encajar los mosaicos traídos de Itálica, puso y quitó fuentes, pintó los viejos artesonados a su gusto, se dedicó a pegar platos de cerámica de Talavera al techo si eso la satisfacía (y allí siguen), colocaba unas figuritas japonesas de marfil debajo de un óleo de la escuela de Zurbarán, partía en dos un biombo carísimo y exotiquísimo, mandaba hacer un saloncito árabe para retirarse allí a tomar el té y a fumar de lo lindo, o bien aprovechaba una de las vitrinas para colocar en ella, en plan mira tú qué chulería, la aparatosa diadema egipcia con la que gustaba ataviarse desde que se puso de moda la ópera Aida. Lo malo de la nobleza sevillana es que uno no sabe si está hablando de una persona o de una calle: su marido fue Federico Sánchez Bedoya y su heredero fue su sobrino el conde de Bustillo. A lo mejor fue por así, callejeando, como el mismísimo Alfonso XIII se presentó de visita un día en su palacete. El que sí iba más era el obispo, que tenía allí hasta su propia habitación. Amén de una capilla que, en justa correspondencia con lo imprevisible de los estilos artísticos que concurren en la casa al grito de tres hurras por el eclecticismo, presenta un excepcional crucificado filipino de marfil, tan torcido como pueda estarlo una obra de gran tamaño tallada en un colmillo de elefante. Y luego, la biblioteca... Cuenta Inma, la guía, que no son muchos los sevillanos que visitan este palacio, y sí abundan los forasteros que pagan los ocho euros de la entrada por vivir una experiencia única. Pero bueno, mientras se llenen los estadios de fútbol, el espíritu de doña Regla se seguirá fumando un puro en su saloncito moruno.

  • 1