Local

We love you, Pina

Anadie le deseo la eternidad. Sería demasiado pesaroso. Y sin embargo hay personas que nunca deberían morir. Es verdad que nos quedan sus obras. Es verdad.

el 16 sep 2009 / 05:04 h.

Anadie le deseo la eternidad. Sería demasiado pesaroso. Y sin embargo hay personas que nunca deberían morir. Es verdad que nos quedan sus obras. Es verdad. Pero nos faltará para siempre su sonrisa y su cálida mirada. Su cuerpo enjuto, como etéreo. Sus facciones angulosas, bellas, hermosas. Sus ojos. Esas líneas rectas de su ropa, que a veces eran como algunas de sus coreografías. Sus ropas negras casi siempre, como de luto riguroso.

Es el caso de Pina Bausch. Pina nunca debería haber muerto. Pero esa ley inapelable que nos cuenta que nada más nacer ya estamos muriendo se la ha llevado de entre nosotros. Los que tuvimos la dicha de disfrutar de su presencia estamos tristes. Algunos habrán llorado. Otros estarán golpeando con rabia las paredes. Mañana, sus amigos, sus bailarines, sus alumnos en todo el orbe se sentarán en el sofá de un piso en Berlín o París o Nueva York o Estambul o Atenas o Yakarta o Nápoles y verán los vídeos de sus obras una y otra vez. Y hablarán de ella. De esa mujer que trabajaba en Wuppertal en silencio.

Después de aquel mítico Café Müller vi en la Academia de las Artes de Brooklyn, en Nueva York, otro de sus espectáculos cuyo título no me permite recordar la premura de estas pocas palabras, pero da igual. Toda su obra es imperecedera.

Algunos años más tarde, exactamente este último mes de enero, contemplé boquiabierto otra de sus creaciones en el Thêatre de la Ville de París. De esta sí que me acuerdo: Wiesenland, o Tierra Verde, una creación del año 2000, y pensé, 'Dios, no es sólo talento, imaginación, sentido del humor, técnica impecable, es otro don el de esta mujer'. Un don de esos que les está prohibido a los mortales, y me dije, 'claro, es que Pina Bausch tiene ese aire extraño que imaginamos da la inmortalidad'.

Al terminar salimos del teatro muy callados, como si hubiéramos asistido a la plasmación de un milagro, cada uno pensando en ese embrujo que ella crea en los escenarios. En ese embrujo que ella extraía de las almas de sus bailarines, ese embrujo que ellos nos transmitían a su vez. Luego empezamos a hablar. Nos sentamos frente al Thêatre de la Ville mirándonos sonriendo. Pina nos había regalado otras dos horas de felicidad.

Y en eso, alguien miró hacia la puerta y allí estaba. Como siempre. Vestida de negro, enjuta, junto a dos amigas y alguien dijo: "Mirad, es Pina". Todos nos volvimos con educado disimulo, procurando no llamar la atención de esa mujer sencilla en apariencia. Yo, algo más mitómano, y porque creí que debía saludarla, bebí un trago de vino, como para que me infundiera fuerzas, me acerqué al pequeño corro que formaban ella y sus amigas, y me miró. Era la misma mirada de Nueva York, muchos años después. Muchos, pero la mirada igual de viva y sus manos. Hablamos unos instantes tan sólo. Suficientes para mí. Cuando iba a volverme, una de sus manos me retuvo. Me enfrenté de nuevo a sus ojos, y sin mediar palabra lanzó al aire lentamente esa misma mano y acarició mi cara con delicadeza, como se acaricia a un niño al que se quiere proteger. Ahora sé que fue una despedida. Esa caricia fue su despedida del mundo, al menos para mí. Ayer, al recibir la llamada de una amiga, recordé esa caricia y supe que a veces es bueno vivir.

Hasta siempre, dear, we love you forever.

  • 1