"Mis anfitriones me piden que comente mis impresiones sobre la Expo", dijo, al fin, Mijail Gorbachov. Era 26 de agosto. El expresidente soviético llevaba ya tres días dando vueltas por ahí con su familia y, bajo la flama sureña, la mancha de la cabeza se le estaba poniendo de color bermellón. "Y solo encuentro un peligro: que nos derritamos." Qué gracioso era. Los sevillanos lo amaban porque parecía uno de los suyos. Si la mitad de los que lo aclamaban hubiesen ido a clase el día que explicaron el Arcipreste de Hita en vez de tener los pies metidos por las fuentes, la histeria colectiva les habría hecho declamar a coro: ¡Ay, cuán hermoso viene don Mijail por la plaza! ¡Ay, qué talle, qué donaire, qué alto cuello de garza! ¡Qué cabellos, qué boquita, qué color, qué buena andanza! Porque aquí, a Gorby le veían hasta pelo, de lo que se le admiraba. Y boquita también tenía, porque vaya la que largó a modo de despedida: "Creo que todo lo que se ha hecho [refiriéndose a la Expo] es necesario y útil porque estrecha las relaciones entre las personas. Si dejamos de buscar algo nuevo, si interrumpimos la búsqueda de nuevas perspectivas, de comprender y resolver problemas, estamos perdidos." Échenle una sonda a eso. Como diría el propio Arcipreste de Hita tras ponerle el punto final a sus mejores versos, ¡toma castaña!
Estamos perdidos, dijo, qué maravilla. Porque a veces, como en este caso, aparecía alguien y soltaba algo interesante, más allá de la sarta de obviedades y preciosidades de molde de los discursos (no todos, hay que decirlo). Florilegios aparte, la mayoría de los allí presentes querían la boca para pedir pins. ¿Tienes un pin? ¿Tienes un pin? Menuda cantinela. Mendigando pins a todas horas, tituló El Correo uno de sus breves del día 24 de agosto, en el que expresaba su queja ante el hecho de que, en plena cena ofrecida por la delegación de un país oriental en la Cartuja, algunos de los camareros del Pabellón de España se liaran a pedir los dichosos brochecitos "sin titubeo alguno, como pudo constatar un miembro de esta redacción". La redacción era muy dada entonces a exponer sus puntos de vista de forma más o menos impulsiva. Había que contar las cosas tal y como eran. Y si las agentes de policía estaban buenas, pues se decía y punto:_"En los últimos días se ha visto un sensible aumento de la seguridad en el recinto de la Exposición, incremento que nunca viene mal por si las moscas", empezaba, suavón, el texto publicado el día 23. "En plan anecdótico -más que nada, por la visión machista que aún se conserva- resulta curioso ver que algunos de los agentes de la Policía Nacional desplazados a la Expo destacan por sus curvas. Las agentes del nuevo reemplazo abundan en estas últimas fechas de la muestra, que corre como un galgo hacia el día de la clausura."
Más que como un galgo, como un gremlim. Porque las máquinas dejaron de funcionar, como pasaba en la película cuando andaban por medio los bichitos aquellos tan gamberros. En el periódico del día 21 se contaba que, en la madrugada del día anterior, cincuenta personas tuvieron que ser evacuadas del monorraíl por una avería mecánica que dejó el chisme paralizado sobre la vía, "como consecuencia del bloqueo simultáneo de los frenos de seguridad de sus seis vagones". Tuvieron que ir los bomberos de Pino Montano y la Carretera Amarilla a bajar a la gente con dos brazos articulados. Un numerito que acabó a las tres y media de la mañana frente al Pabellón de Nueva Zelanda. Pero es que en El Correo del día 23 se contaba que el telecabina también había estado detenido durante tres cuartos de hora por culpa de otra avería. Esta vez lo que pasaba era que se había roto uno de los neumáticos encargados de mantener la distancia de seguridad entre las cabinas. Poca cosa, decían. ¿Alguna travesura más de los duendes, esa semana? Pues sí, como puede apreciarse en la siguiente fe de erratas publicada por el periódico del día 22: "Por un error del que nos disculpamos ante los afectados, ayer se publicó en la información que hacía referencia a los despidos del restaurante ‘Aloha' una fotografía de otro local, el ‘Viva Manila', cuyos responsables indican que el negocio sigue bien. Buen apetito."
Pequeñas incidencias aparte, fue una semana sencilla y preciosa en la que estuvo de fiesta uno de los pabellones más hermosos (para algunos, el más bello de todos cuantos componían el dibujo de la Expo):_el de Hungría, por celebrarse el 24 el día nacional de ese país en la Isla de la Cartuja. En otro que no tenía nada que envidiarle, el de Marruecos, los cuatro artesanos de Fez allí presentes se afanaban ante los visitantes en sus distintos quehaceres de yeso, madera, bronce y telar. "Quien trabaja las manos, trabaja la cabeza", decía uno de ellos al periodista que acudió allí a hacer un reportaje.
Y Dino del Monte, el tipo más mágico y especial que jamás haya pisado la Expo 92, ofreció un ciclo de recitales de zimbal con su precioso y alocado repertorio entre gitano y sefardí. No puede decirse, pese a la afirmación que remataba lo de las policías cañón, que la fiesta de la Cartuja estuviese corriendo como un galgo hacia su fin;_si acaso, como una comadreja cojitranca. Pero cierto es que el horizonte de la Cartuja empezaba a ponerse crepuscular con el Gelem, gelem de este artista judío. Había un discurso extraordinario en la atmósfera, no se sabe de qué. El caso es que, como se decía antes, el propio Gorbachov se había sentido impelido a expresar un pensamiento glorioso. Es extraño. Aquel día de su despedida, y pese a lo dificultoso que estaba el acercarse a la gente famosa, una señora logró llegar hasta donde estaba el ruso. Se llamaba María Elvira Leyva. Le contó que cuando dieron el golpe de estado había estado rezando por él durante horas. Es probable que la cara de la dama expresara algo similar a sus palabras, porque el señor Mijail, sin tener ni papa de español, dejó que una enorme sonrisa se dibujase en su cara. Entonces, María Elvira le ofreció una estampa de la Macarena y le dijo: "¡Que Dios le proteja!" Si no llega a ser porque se marcha ese mismo día a su tierra, el antiguo líder de la Unión Soviética acaba como Gary Bedell: de costalero.