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Ya somos libres

Mi generación ha crecido con dos traumas que descollaban sobre otros menores: la película Tiburón y la alineación de Julio Salinas en la Selección española. Spielberg nos metió el miedo en el cuerpo y nos impidió bañarnos confiadamente. El zancudo vasco nos hurtó la confianza en nuestras posibilidades. Hasta este junio glorioso que ha venido a redimirnos.

el 15 sep 2009 / 07:26 h.

Mi generación ha crecido con dos traumas que descollaban sobre otros menores: la película Tiburón y la alineación de Julio Salinas en la Selección española. Spielberg nos metió el miedo en el cuerpo y nos impidió bañarnos confiadamente. El zancudo vasco nos hurtó la confianza en nuestras posibilidades. Hasta este junio glorioso que ha venido a redimirnos.

Por supuesto, los chavales nacidos hacia la mitad de los sesenta tuvimos otras amenazas obstinadas y llamativas: aquella serie de los chiripitifláuticos, los bañadores ajustaditos de la época, el Guiness de siete personas en un seat-600 y, poco después, la certeza de que Georgie Dann nos acompañaría todos los veranos de nuestras vidas. En fin, torturas varias. Pero ninguna comparada con la visión de aquel espigado delantero que si la Wikipedia no miente fue seleccionado ¡56 veces! -gracias Clemente- y sólo marcó 22 pírricos goles. Era convocado incluso siendo suplente en el Coruña -que así se llamaba antes de que Fraga fuera galleguista y Lendoiro y la modernidad lo convirtieran en en el Dépor- y en el Barcelona. Lo que no cuenta la estadística es que, para colmo, Julio Salinas marcaba la mayoría de los goles con la espinilla, el parietal o con el pie contrario en clamoroso semifallo. Así crecimos y vimos a nuestra selección "mellarse contra vientos" frente a las estrellas del fútbol mundial que siempre eran mejores que nosotros, con delanteros que marcaban de chuts impecables y sumaban algo más que 0,3 goles por partido. Pasábamos calor y siempre ganaba Alemania. O Italia. O Francia. Y siempre sonaban sus himnos mientras volvíamos a casa con la cara partida. Salinas nos traumatizó: no daba confianza, era la pura imagen de la España incapaz: dubitativa en el pase, testosterónica en la defensa y roma en el ataque. Todo ha cambiado este verano feliz. La seda por el percal y la furia por el talento. La meritocracia que premia al que marca más goles frente al capricho racial del seleccionador. Como escribe Manuel Vicent, el emblema ya no es el toro, que en España es un perdedor nato. El símbolo es la fibra óptica del balón tirado en diagonal fabricando el desmarque entre líneas de nuestros delanteros oxigenados en Anfield.

Mi generación no volvía a la frontera alpina austro-suiza desde que Heidi se morreaba con Pedro el cabrero. ¡Y de qué forma hemos regresado a casa!: envueltos en la bandera de Andalucía. Entre tanto manteo a los héroes y en medio de una celebración exagerada, algunos conspicuos opinadores han querido meternos el dedo en el ojo a cuenta de la blanquiverde sobre los hombros de Sergio Ramos. A mí no me hubiera parecido mal que, junto a la bandera de España, cada jugador hubiera sacado la de su comunidad autónoma: la catalana, la vasca, la asturiana o la madrileña. Si al fin y al cabo el de la selección es el triunfo del Estado español, de España, que no deja de ser un Estado autonómico en el que las autonomías también son Estado. ¿dónde está el problema? Yo se lo digo: en la mirada torva de los que critican.

La bandera andaluza no puede representar problema alguno porque Andalucía jamás ha jugado a nada que no sea España. El sentimiento andaluz es una forma de ser y sentirse español. Otras comunidades no pueden decir lo mismo. Ésas que han convertido la bandera en una pendencia, en un símbolo del desiderato separatista y en un pulso con el Estado. Son los que quieren selección propia. Los que celebran que su share haya sido muy bajito respecto a otros territorios, como Andalucía o Madrid, donde todo hijo de vecino permaneció imantado delante de la tele. Son esos ventajistas que no se arroban con el triunfo de España pero le atribuyen el mérito espiritual de la selección a Johan Cruyff por ser el presunto creador del juego de toque. Debe sufrir mucho esa gente. Aunque lo cierto es que España siempre hace algo mal cuando hace las cosas bien: ni Pepu Hernández ni Luis Aragonés siguen al frente de las dos selecciones más laureadas de la historia, los catalanes encuentran otro motivo para el desafecto y yo se la tenía guardada a Julio Salinas.

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