Cultura

Yiyo: a 25 años de Colmenar Viejo

El madrileño cayó en las astas un año después de estoquear al toro que mató a Paquirri.

el 29 ago 2010 / 21:12 h.

Imagen de la cogida mortal que sufrió Yiyo aquel fatídico 30 de agosto en Colmenar Viejo.

"Me preguntáis en qué momento medito sobre la muerte. La muerte la llevamos en la cara todos los toreros. Algunos la expresan de una forma determinada, y yo la expreso con la sinceridad. Me preguntas en qué momento pienso en ella: cuando apago la lamparilla de la mesita de noche; cuando me quedo solo. Pienso que un cuerno me va a arrancar el corazón, pero siempre respondo a la pesadilla con el ¿qué más da? Mejor morir de una cornada que en la M-30".

Las premoniciones se visten a veces de casualidad, y siguen sobrecogiendo a pesar del paso del tiempo, de tantos toros lidiados y tantos toreros en los caminos de las ferias. José Cubero Yiyo había respondido así en una entrevista en los micrófonos de Radio Nacional después de destaparse como figura en ciernes en la Feria de San Isidro de 1983. El destino querría que, casi un año y medio después, estoqueara a Avispado, el toro que hirió de muerte a Paquirri en Pozoblanco. Entonces tampoco podía saber que el 30 de agosto de 1985, actuando en Colmenar Viejo, moriría matando al toro que segó sus 20 años. Ese mismo destino le haría el único diestro en la historia que acabara con dos toros homicidas.Yiyo ya era un torero de enorme proyección al que perseguía, como una predestinación maldita, aquella tarde trágica de Pozoblanco que había sobrecogido a toda la geografía taurina sólo un año antes de su prematura muerte.

El jovencísimo matador, uno de esos maestros precoces salidos de la exigente Escuela de Tauromaquia de Madrid, bregaba por dejar atrás una desgracia que, de alguna forma, lo había estigmatizado, aunque él nunca quiso dramatizar con aquella desgracia. La Fiesta y el viaje del toreo seguían, y el torero andaba empeñado en estabilizar su caché.En aquella España de endiabladas carreteras, aún sin teléfonos móviles, Yiyo supo que iba a torear en Colmenar Viejo al amanecer del mismo día 30.

Había llegado a su casa de Madrid en plena madrugada después de actuar en Calahorra y la imprevista ausencia de Curro Romero -que debía haber hecho el paseíllo- puso en sus manos una atractiva sustitución y unos jugosos honorarios. Después de conocer el nuevo contrato por una llamada telefónica de su apoderado, se probó en la prestigiosa sastrería de Fermín un terno azul y oro que estrenaría aquella misma tarde sin saber que sería su primera mortaja.Ya se había sorteado, y habían decidido dejar para último lugar al bragado gironcito del encierro Marcos Núñez. No podía fallar. Era una corrida a las puertas de Madrid en un año duro, lleno de zancadillas empresariales, y el torero luchaba en su propia guerra, alejado de los grandes escenarios.

La sustitución de Romero se antojaba una oportunidad de oro para dar el campanazo a dos pasos de la corte y romper el escaso hielo que aún le quedaba para estabilizar su categoría.Antoñete y José Luis Palomar habían pasado sin pena ni gloria, y la corrida, con un llenazo absoluto, transcurría en medio de un ambiente enrarecido. Pero Yiyo salió decidido a triunfar y se entregó sin fisuras, cuajando una brillante faena que puso a todos de acuerdo. Resuelto a poner firma a su obra, se tiró a matar con fe después de pinchar en hueso. Fue alcanzado por el toro de Marcos Núñez, que le volteó y le tiró al suelo después de inferirle un puntazo. Rodando sobre sí mismo para librarse de una nueva cogida, el joven torero fue empitonado de lleno contra la arena.

Burlero le metió el pitón por una axila, lo levantó y lo dejó de pie. Después de dos pasos vacilantes con la mirada perdida y la tez cerúlea, el torero se derrumbó en brazos de la cuadrilla antes de llegar a las tablas. Sin que pudieran tenerlo en pie, cayó como un fardo junto al estribo. Ya estaba muerto, el toro le había partido en dos el corazón. Las asistencias lo izaron en brazos por el callejón. Desde el tendido se podía ver su faz cadavérica mientras comenzaban a brotar los rumores de la irreversibilidad del percance. En la enfermería sólo se pudo certificar su muerte y, sin que se moviera un alma de los tendidos, el llanto de los hombres de luces anunció que había muerto un torero.

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