In fraganti

Dos historias carcelarias de Sevilla

En la actualidad, la condena penal alcanza a cualquiera multiplicándose por los reos del narco, corrupción y maltrato

Juan-Carlos Arias jcdetective /
02 mar 2019 / 07:30 h - Actualizado: 02 mar 2019 / 07:30 h.
"In fraganti"
  • La prisión Sevilla II. / David Estrada
    La prisión Sevilla II. / David Estrada

Los humanos, desde la noche de los tiempos, construyeron recintos cerrados donde envía la autoridad a congéneres donde los privan de libertad con plazo vitalicio o temporal. No es ésta página lugar para debatir la facultad del poder para apresar o el difícil maridaje Justicia-Derecho. Lo pragmático es que en la España del siglo XXI hay cárceles desbordadas de inquilinos. Y allí, en casos flagrantes, ni está el que debe, ni se espera al que debería vivir allí una temporada para reflexionar sobre su fechoría.

Nuestras normas condenan con cárcel al ciudadano exclusivamente a restringir sus pasos por la vía pública. En las prisiones, además, se cometen incontables delitos que jamás se ventilan en juzgados. La ‘vigilancia penitenciaria’ está también desbordada. Hoy, la condena penal alcanza a cualquiera multiplicándose por los reos del narco, corrupción y maltrato.

Quien lo sabe relata a éste humilde cronista historias cárcel adentro. Me insiste que Sevilla-1 (Torreblanca) cualquier día estalla y Sevilla-2 (Morón) está ahí gracias a su ‘alta seguridad’. Ahí se concentran condenados por terrorismo Otras prisiones sevillanas están más tranquilas. Resaltan, al hilo que ya cualquiera puede acabar entre rejas, dos historias que merecen compartirse. E insiste la fuente derribar leyendas intra-carcelarias (uso de móviles, sexo forzado, bandas mafiosas...). Pero vayamos al grano

Ladrona libre, Jefe Violador de intimidades

Érase una vez un empresario que apuesta y sufre por una franquicia de supermercado. Su plantilla es casi del 90% femenina, está muy contenta y fidelizada por los pluses económicos, vacacionales y conciliar vida laboral y familiar que el ‘jefe’ otorga a sus trabajadoras.

El emprendedor es de los que llega temprano, antes de abrir las puertas del negocio al público. No abandona su puesto hasta no cuadrar cajas y la facturación del día. Varias empleadas –además- le profesan respeto extra a un caballero educado que regala cesta e invita, cada navidad, a cena donde se fomenta una camaradería que sufre altibajos con fichajes temporales.

Es, precisamente, con una empleada temporal cuando las cajas desvelan incidencias contables. Siempre que esta chica maneja efectivo sucede algo. Las primeras insinuaciones provienen de sus propias compañeras. Pero ella las percibe con calumnia pura. Le trasladan, más adelante, al jefe sospechas y decide instalar una cámara de vigilancia en el vestuario con la anuencia verbal, que no escrita, de la plantilla más afín al jefe. La sospechosa lo es más porque sin venir a cuento visita, en horario laboral, el vestuario.

Imágenes captadas por la cámara ilustra ampliamente el peor escenario. La ‘nueva’ aprovecha las visitas al vestuario para traspasar billetes y monedas extraídos de la caja a su bolso. Esto lo hace casi día tras día que maneja la caja. La cámara digamos que se infla de grabar lo mismo. Un día, sin embargo, capta que la cajera infiel viene del baño hasta el vestuario mientras se sube la falda tras hacerlo con su ropa interior.

El abogado del empresario, tras visualizar los videos de la empleada como protagonista, decide formalizar demanda por despido. Antes de procesarla le oferta un ‘pacto’ indemnizado que ella desecha airada pues se siente calumniada negando tajantemente ser lo que es: amiga del dinero ajeno.

El juicio por despido se celebra y ella pide suspenderlo por haberse violado su intimidad al grabarla en paños menores y negando fuera el dinero que metía en su bolso procedente de la caja. Invocó que era un olvido. Alegó que el despido era un despecho del empresario por no haber aceptado ella una propuesta sexual, invento que le salió aprovechando que el Guadalquivir pasa por Sevilla. Las dudas que todo ello causó a la magistrada laboral se disiparon absteniéndose de decidir pues insinuaba que el tema era penal. Lo hizo ‘de oficio’. Dicho y hecho.

Un juzgado, con juicio más rápido de lo esperado, condenó a varios años de cárcel al empresario por usar imágenes no consentidas para violar la intimidad sexual de una empleada sobre la que, además, intentó abusar sexualmente. El abuso sería visual. ¡Toma del frasco!. Al parecer, las pruebas en estos procedimientos donde el antaño ‘sexo débil’ no lo es tanto son prescindibles, por usar un eufemismo. La defensa del finalmente condenado repetía, harta, que el ‘corsé procesal’ no permitía alegar derechos a un condenado a priori. Los recursos no prosperaron.

Los hechos terminan con una ladrona libre que disfruta de la indemnización por ‘daños morales’ de un señor que considera en la cárcel que prolonga una pesadilla que le hundió. Repite que la ‘imagen sexual’ que le llevó a prisión ni siquiera exhibe intimidad, más allá que unas caderas, las mismas que muestran, orgullosas, las mujeres por la calle o en la playa.

‘Suicidio’ que encarcela

¿Quién no ha tenido una discusión con su pareja? A tal pregunta, quien la responda negativamente miente cual bellaco. La historia nace de un matrimonio ‘de toda la vida’ que a veces verbaliza sus diferencias. Hablamos de familia numerosa siendo el progenitor de ideas religiosas muy conservadoras y parte de un grupo teológico.

La vida del ‘padre’ responde al trinomio familia-trabajo-Biblia. La ‘madre’ está entregada a otro: casa-familia-amigas. Así discurren los años hasta que las discusiones de la pareja derivan sobre varios temas, por lo general muy comunes: estudios, horas de llegada a casa y amistades de los hijos e hijas. Aquellas trifulcas, siempre verbales, van colmatando la paciencia y los principios del ‘padre’ quien marca líneas rojas en su conservadurismo.

Las diferencias jamás salen de madre. Es decir, la familia es perfecta ante terceros donde son respetados por la ejemplaridad. Al cabo, las discusiones en la intimidad de la alcoba ni siquiera llegan al conocimiento de hijos, vecinos y amistades. Pero todos y todas tenemos un mal día, el mismo que el vaso se desborda.

Una noche cerrada la ‘madre’ le pide al ‘padre’ algo que él rechaza. Ella sube la voz; él se siente tan frustrado por lo que arrastra que abandona el dormitorio y se dirige hacia la otra parte de la casa, a su despacho, a casi veinte metros de la cama donde dormía la esposa.

Aquel día de trabajo tampoco fue bien y, literalmente, se le cruzaron los cables cuando coge una escopeta de su padre cazador y la detona contra el techo. El disparo lo oyó todo el vecindario y despertó a la propia esposa e hijos. Destrozó parte de la escayola del techo del despacho.

Algún vecino llamó a la policía por la detonación. Los agentes cuando abrió la puerta en pijama aquel hombre no daba crédito a su cara desencajada pidiendo perdón por el disparo el ‘padre’. Alegó que le escapó ocultando que pretendió suicidarse. Los policías hablaron con vecinos y parecía que todo era fortuito. Pero una agente de paisano se entrevistó horas después con la ‘madre’ quien le dijo que estaba dormida cuando oyó el disparo admitiendo que horas antes tuvo una discusión con su marido.

Ese exclusivo dato activó un protocolo de presunto intento de asesinato, sí de intento de asesinato, en contexto de ‘violencia de género’. Es imaginable la cara que se le puso al ‘disparador de escopeta’ cuando sus manos las prendían unas esposas. Lo que sigue es más imaginable: juicio y condena. No valió ausencia de lesiones, abusos, ataques, denuncias previas, etc...

Se desconoce si la fortaleza humana le regala vida a un hombre muerto mientras disfruta de su existencia. Pero, de momento, está en la cárcel aunque él condenado querría estarlo junto a sus hijos. Suponemos que entre ellos habrá división de opiniones, las mismas que tendrá quien lea éstas líneas y se guarda quien las escribe. Ahí queda eso.