La civilización occidental se muere de miedo

De tal palo, tal astilla. EI no quiso resignarse a ser la franquicia irakí de Al Qaeda y acabó superando en poder, horror y crueldad a su madre y maestra. Hoy, esas sencillas siglas bastan para aterrorizar al mundo

18 jun 2017 / 07:58 h - Actualizado: 18 jun 2017 / 07:58 h.
"Terrorismo","La amenaza yihadista"
  • Varios ramos de flores, velas y mensajes dejados en memoria de las víctimas del último atentado de Londres en los alrededores del Ayuntamiento de la ciudad, el 6 de junio. / Efe
    Varios ramos de flores, velas y mensajes dejados en memoria de las víctimas del último atentado de Londres en los alrededores del Ayuntamiento de la ciudad, el 6 de junio. / Efe

El 3 de febrero de 2015, la sociedad terrorista conocida como Estado Islámico (EI) difundió un vídeo que noqueó al mundo. En una superproducción audiovisual de 22 minutos de duración y altísima calidad titulada La curación de los creyentes, mostró la ejecución en Siria del piloto jordano de la coalición internacional Muadh al Kasasbeh, de 26 años, encerrado en un jaulón y quemado vivo en unas imágenes horrendas de perversa vocación poética. Una hora más tarde, Barack Obama emitía un comunicado al respecto. Un día después, la madre del soldado tan cruelmente asesinado, Safiya, moría de pena en el hospital jordano de Karak. Y antes de eso, al conocerse la detención de Kasasbeh el 24 de diciembre, Emiratos Árabes retiraba a sus pilotos de la campaña de la coalición contra los yihadistas por miedo a que a alguno pudiera pasarle algo similar. Pero sobre todo, ese día el mundo descubrió un horror extremo que le heló el corazón y que terminó de dividir a la sociedad civilizada entre quienes sostienen que el terrorismo se combate con buen talante y más libertad y los que, en el extremo opuesto del arco de la opinión, defienden el blindaje de occidente ante un enemigo yihadista con el que no caben las debilidades y que debe ser exterminado. El que los terroristas del EI se estén acostumbrando a venir a matarnos a nuestras calles, haciendo trizas las pocas creencias de seguridad que le quedan a la población, no está favoreciendo precisamente una conciliación entre ambas posturas: los atentados salvajes de París, Bruselas, Orlando, Ataturk, Niza, Berlín, Estambul, Estocolmo, Mánchester, Londres... han conducido a Europa y EEUU, sumidos en una crisis de liderazgos como no se recuerda otra, a un estado de miedo cuya desembocadura se antoja imprevisible. Del estupor general solo se libran los editores, que no paran de lanzar libros sobre el terror y sus causas. Eso y la petición de las autoridades de no llamarlos respetuosamente Estado Islámico, sino Daesh (al Dawla al Islamiya al Iraq al Sham), que es un nombre que no soportan porque suena ofensivo en lengua árabe.

El EI es una derivada de Al Qaeda, a cuya sombra nació y de la que se independizó hace ahora justamente tres años, cuando en junio de 2014 su líder Abu Bakr al Baghdadi –ese que Rusia asegura haber aniquilado hace tres días– rompió lazos con su nave nodriza, proclamó el califato en Mosul y reclamó la obediencia de todos los musulmanes del mundo. Hace 38 años, quienes entonces apoyaron y aplaudieron la llamada Revolución Islámica de 1979 que acabó con el imperio del Sha de Persia y colocó al frente de Irán al ayatolá Jomeini no habrían podido sospechar que el siglo XXI, desde sus mismísimos comienzos en Nueva York hasta las más recientes matanzas, estaría marcado por el terrorismo global de los yihadistas, una vez derrocados los últimos tiranos que hacían de muro de contención de los islamistas en el mundo árabe; un terrorismo que desde las Torres Gemelas hasta ahora ha dejado cerca de 35.000 muertos por todo el mundo.

Fernando Reinares, investigador principal de Terrorismo Internacional en el Real Instituto Elcano y catedrático de Ciencia Política en la Universidad Rey Juan Carlos, dejó escrito que «en las mutaciones por las que ha atravesado tanto el yihadismo global como la amenaza terrorista inherente al mismo pueden distinguirse tres periodos. Un primer periodo es el que se inicia en 1988 con la formación a Al Qaeda como núcleo fundacional y matriz de referencia del terrorismo global propiamente dicho para concluir, 13 años más tarde, con los atentados del 11 de septiembre de 2001 en EEUU y sus inmediatas repercusiones. El segundo periodo», prosigue el experto, «que se abrió entonces terminó en 2011 con el abatimiento de Osama Bin Laden y el comienzo de las convulsiones políticas en algunos países del mundo árabe, a lo largo del cual Al Qaeda se descentraliza y el yihadismo global adquiere los rasgos de un fenómeno polimorfo. En el tercer periodo, el actual, el yihadismo global se encuentra más extendido que nunca antes pero dividido, al menos inicialmente, pese a lo mucho que sin embargo tienen en común» entre sus dos actuales matrices de referencia.

Ahora, Al Qaeda sigue existiendo, más descentralizada, en zonas tribales de Pakistán y Yemen, muy lejos de la actividad que desarrolló a comienzos de siglo, mientras que el EI opera verdaderamente como un estado con su territorio repartido entre Siria e Irak. Sus planteamientos ideológicos son los mismos y tampoco hay muchas diferencias entre ellos en lo tocante a cómo aplicarlos. Lo que realmente los distingue –más allá de sus enfrentamientos y acercamientos– son cinco factores en los que el EI manifiesta una ventaja abrumadora sobre Al Qaeda: en primer lugar, su destreza con los medios de comunicación y persuasión, favorecida por un altísimo conocimiento técnico y por el predominio de internet como forma de interacción global. Junto a ello, su autodefinición como califato, que es mucho más que estado; por un lado, controla un extenso (y crucial) territorio que llegó a ser del tamaño de Andalucía y con una población similar (y ahora está en más o menos la mitad) gracias a su armamento y su gran contingente humano, pero además la declaración del califato implica también la instauración de un poder religioso infrecuente en el mundo musulmán y que sin duda ha servido de faro para atraer partidarios a su causa. En tercer lugar, y fruto de las dos razones anteriores, su portentosa capacidad propagandística que no solo le sirve para ganar adeptos incluso entre occidentales, sino también para extender el terror con la máxima eficiencia por todo el mundo civilizado. El cuarto factor es su habilidad para haber cambiado y agravado el estado de terror de la sociedad occidental, donde las acciones yihadistas han pasado de requerir una amplia y sofisticada organización y una aparatosa ejecución a ser algo que puede hacer cualquiera, en cualquier momento y lugar, sin armamento apenas. La sensación de que nadie está seguro en ningún lado no la provocó tanto Al Qaeda derribando las Torres Gemelas, como el EI atropellando a los turistas y paisanos por las aceras. Y por último, una crueldad extrema que lleva la marca salafista y que, como en el caso del piloto jordano con el que se abrían estas líneas, estremeció y sigue estremeciendo al mundo al ponerle por delante, perfectamente escenificados y en alta definición, los crímenes más horrendos imaginables.

No se sabe muy bien cuántos milicianos tiene el EI, y la horquilla de las suposiciones varía entre los 15.000 y los 50.000. Lo que sí se sospecha es que solo un tercio de la cantidad que sea están ahí por convicción y el resto porque no tienen más remedio. Lo cierto es que con más o menos gente metida en esta historia por su propia voluntad, este califato ha convertido en un infierno la vida de aquellos sobre los que manda, aplicando la llamada ley islámica a modo de purga para eliminar a disidentes y, en general, a todo aquel que pueda suponer una amenaza desde el enfermizo punto de vista de sus dirigentes.

Un elemento tan importante como los atentados es la referida habilidad del EI para reclutar partidarios lejos de su ámbito de influencia y en los propios países occidentales amenazados, de los que salieron varios de los autores de las acciones terroristas: en la de los Campos Elíseos de París, el responsable era ciudadano francés; el de Estocolmo era un uzbeko que había simpatizado con el yihadismo; Salman Abedi, el suicida responsable de la matanza del concierto de Ariana Grande, había nacido allí mismo, en Manchester. Esta estrategia de captación ha duplicado la sensación de terror en nuestras ciudades: no solo pueden matarte en la puerta de tu casa, sino que además puede que lo haga tu vecino.

Pretender que el terrorismo yihadista es fruto del rodillo occidental sobre esos países, con EEUU a la cabeza, es de una ingenuidad letal. En los orígenes del terrorismo yihadista está, sobre todo, la relación perversa entre la incultura y el extremismo religioso. Prueba de ello es que el 80 por ciento de los atentados del EI, Al Qaeda, Boko Haram y los talibanes (los cuatro palos de esta baraja siniestra) se producen en suelo musulmán. Pero hay más causas, todas ellas interrelacionadas: los enfrentamientos tribales y étnicos; las diferencias de interpretación religiosa (alimentadas por la falta de una autoridad religiosa única, como en el catolicismo sería el Papa); la corrupción en los países donde se asienta, que por lo general son tiranías sin líderes carismáticos, ni libertad, ni justicia; la pobreza y la falta de integración y de objetivos de la población (y esto vale tanto para los de allí como para los que reclutan aquí), a quienes por fin se les ofrece fácilmente un mundo al que pertenecer y en el que sublimarse, desprendiéndose de sus miedos y transfiriéndoselos a otros. Como la energía, el terror parece que ni se crea ni se destruye, solo se trasforma. Puede que ahí esté la clave del negocio.