Lo que el desierto esconde

El conflicto del Sáhara Occidental. Los cuarenta años de exilio del pueblo saharaui en el rincón más árido del planeta no han bastado a la comunidad internacional para organizar el prometido referéndum de autodeterminación. Y la paciencia se agota

08 may 2017 / 06:08 h - Actualizado: 07 may 2017 / 17:48 h.
"Política","Sevilla y el Sáhara"
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  • Jaiduma huyó de los bombardeos hace 41 años en brazos de su madre. / C.R.
    Jaiduma huyó de los bombardeos hace 41 años en brazos de su madre. / C.R.
  • Estado en que quedó el campamento saharaui de protesta de Gdeim Izik tras su desmantelamiento por Marruecos, el 8 de noviembre de 2010. / Efe
    Estado en que quedó el campamento saharaui de protesta de Gdeim Izik tras su desmantelamiento por Marruecos, el 8 de noviembre de 2010. / Efe

Cuenta el joven Bachir Abdala Alamin que su mayor emoción, la primera vez que salió de los campamentos saharauis en el exilio y lo metieron en un avión para pasar el verano en Europa, fue «ver algo que no fuese el montón de arena» que constituye el paisaje invariable de la vida al sur de la ciudad de Tinduf, por donde se desparraman las precarias wilayas cuyos nombres recuerdan la geografía de la tierra perdida: Smara, Bojador, Aaiún, Dajla... «Miraras donde miraras solo veías arena en aquel inmenso desierto de Argelia», recuerda hoy desde Jaén, donde vive y estudia con una familia de acogida. Es cierto: hasta los destellos del firmamento se ven rojizos, y no azulados, cuando uno eleva la mirada al cielo para admirar el espectáculo inenarrable de los racimos y racimos de estrellas que la noche saharaui parece colocar casi al alcance de la mano. Esa tonalidad la impone la cantidad de arena en suspensión, la misma que se aferra a la garganta como una mano opresiva, la que reseca los ojos y convierte la piel en pergamino; la que azotada por el despótico viento arih recluye a las familias en sus frágiles y anárquicas casas de barro repletas de moscas, donde toman el té constantemente bajo las chapas de cinc que, sujetas con pedruscos y viejas baterías de coche, convierten los hogares en hornos crematorios.

Uno puede enloquecer allí solo de escuchar los incesantes balidos de las cabras, apenas aliñados con los tintineos que provoca el viento por doquier y el soniquete de las patitas de los gatos buscando golondrinas por los tejados. Pero desde hace un par de años, también se suma al coro el rugido de las obras de canalización que por fin están empezando a llevar el agua a algunos barrios de los campamentos, cuatro décadas después de su creación apresurada por los que huían con sus niños bajo el brazo de las bombas de la aviación marroquí al poco de iniciarse la ocupación en noviembre de 1975 –año de la muerte de Franco, cuando la desconcertada España, potencia administradora del Sáhara Ocidental, no estaba para nada–. Agua y, según qué zonas, también luz, con lo que la vieja costumbre de prender la tele con una batería e iluminarse en el retrete con un farolito podría desaparecer en breve plazo. Con todo, el lugar sigue siendo con toda probabilidad el retal más inhóspito del planeta, donde un número impreciso de saharauis –esta indeterminación es una de las claves principales de esta trama geoestratégica, como se verá luego– viven de la ayuda internacional. Y punto. Hay trabajos esenciales, claro, muy mal remunerados en los que suerte tendrá quien cobre veinte euros al mes: profesores, parteras, enfermeros, policías... con los que la autoridad de las wilayas, el Frente Polisario, mantiene la apariencia de normalidad, la rutina apaciguadora y la organización de tareas a niveles elementales.

Más importante es aún el clima moral entre un paisanaje que, estimado a ojo por la ONU en alrededor de 125.000 almas, depende de sus esperanzas en el regreso a su patria y de su capacidad de resistencia para mantener la cohesión. Mientras con la grabadora delante hablan con toda rotundidad de esa determinación de mantenerse firmes, moralizados y unidos hasta la reconquista final del territorio que se extiende a lo largo de la costa atlántica entre las regiones de Saquia al Hamra –la acequia roja–, al norte, y Río de Oro, al sur, off the record incluyen algunos matices: uno, expresado minoritariamente, es el temor a que la inactividad y el desencanto conduzcan a los jóvenes al radicalismo o a la droga; otro, la sospecha de que muchos de aquellos niños saharauis que salieron de los campamentos para estudiar en España no estén dispuestos a volver allí a vivir, tras acostumbrarse a una vida con menos privaciones y más libertades. Una tercera inquietud es que a fuerza de habituarse a los campamentos y a la ayuda internacional, se acabe por no querer otra cosa: ya ha nacido la segunda generación de saharauis que no han llegado a conocer su país, ¿hasta cuál se puede confiar en que dure la melancolía? Habría una cuarta preocupación: que la falta de soluciones después de tantísimos años haga pensar de nuevo en las armas a esas generaciones que no conocen ni temen los horrores de la guerra. El mismo Bachir del principio admite que hay tres maneras de resolver todos estos problemas: una, que Marruecos se vaya del Sáhara, que «no le pertenece de ninguna manera»; otra, que se haga el cacareado referéndum de autodeterminación que se viene aplazando desde 1992 «donde tengamos que ser nosotros quienes elijamos qué queremos que sea de nosotros»; y como tercera opción, «que es la que es más probable que sea la más acertada y la más brutal de todas, es que se líe la de Dios y que nos alistemos todos en el ejército y para alante», dice. Y remata así: «La situación actual es que estamos en un atraco en el que yo, que soy un gran defensor de las Naciones Unidas y de la paz, es que veo que todos estamos dejando de creer en la paz mundial y que nuestra única salida es la guerra... por mucha tristeza que nos dé». Desde Sevilla, Brahim Brahim Salem, saharaui de 23 años, coincide en el problema: «Se han cegado con la diplomacia, cosa que no nos ha hecho avanzar en nada, salvo de ejemplo de lucha pacífica, y la única solución es la vuelta a las armas».

Pero aun así, este no es el sentir mayoritario de los afectados, a poco que se les consulte en buen número. Desde Sanlúcar de Barrameda, la joven estudiante Mamia Ahmed-Salem Ahmed parece hablar por el grueso de los refugiados al sostener, como tantos de ellos consultados, que la solución del problema que sufren «es a través de la diplomacia, de que las grandes potencias cambien de estrategia y se muestren a favor del pueblo saharaui».

Solo los viejos

Si algo tienen en común todos estos jóvenes que así se expresan es que, a diferencia de sus padres y sus abuelos, ninguno de ellos vivió en sus carnes el drama de la huida desde el Sáhara Occidental. Todos ellos comenzaron a venir a España cuando tenían unos ocho años; por aquel entonces, lo hacían para pasar aquí los meses de julio y agosto, dentro del exitoso programa Vacaciones en Paz que, organizado por las asociaciones de amistad españolas y las autoridades saharauis en el exilio, está pensado para apartar a los niños de las terribles temperaturas del verano en el desierto, por encima de los 50 grados, y para facilitarles otros beneficios que de distinto modo no podrían obtener: una alimentación abundante, rica y variada que vaya más allá de las alubias y el agua ferruginosa llena de bichos; completas revisiones médicas obligatorias incluidas en el programa y acordadas con las autoridades autonómicas; ropa y calzado y, por último, una rutina de ayuda por parte de las familias de acogida que haga llegar a los campamentos por vía directa –gracias a los servicios mensuales de transporte y mensajería creados al efecto– cajas con alimentos, dinero, pequeños enseres y otros efectos destinados a facilitar la vida en los campamentos, donde las repercusiones positivas de estas acciones saltan a la vista en lo concerniente a calidad de vida.

De este modo, además, se han creado unos intensos lazos afectivos no solo entre los españoles y sus pequeños invitados de verano, sino también entre ambas familias, que se manifiesta en frecuentes llamadas, viajes de convivencia y, de consecuencia de este contacto personal, en la confianza que permite el acuerdo para que una vez que termine el periodo de Vacaciones en Paz –entre los 8 y los 12 años– muchos de esos chiquillos se queden en España a estudiar durante los años siguientes.

A cambio, y entre otros dones, la afluencia de niños saharauis ha ayudado a los españoles a tener un conocimiento y una implicación más intensos acerca de las vicisitudes del pueblo saharaui acampado en el desierto argelino, a escasos kilómetros de lo que fue su antigua tierra. Uno de los primeros relatos que acertó a hilvanar la pequeña Hasina Suleiman a sus padres de acogida sevillanos –cuando por fin logró reunir las suficientes palabras en español– fue el de su abuela Mbarcalina huyendo del Sáhara con su hija Jaiduma en brazos y los demás hijos a su alrededor, a la carrera, hacia las fauces del desierto más terrible jamás conocido y sin saber qué sería de ellos. En febrero de 1976, apenas tres meses después de la famosa Marcha verde que supuso la invasión marroquí del territorio ante el ominoso silencio de la comunidad internacional y la molicie diplomática española, comenzaron los bombardeos de la aviación sobre los saharauis díscolos y estupefactos que, agrupados fuera de las ciudades tomadas en los campamentos intrafronterizos de Amgala, Tifariti, Bir N’Zaran y otros, se negaban a aceptar el vasallaje al entonces rey alauí Hassan II. Fue lo que hoy se conoce entre los huidos como el genocidio saharaui, y que pudo haber ocasionado, según ellos, más de 2.000 muertos solo en el bombardeo con fósforo blanco y napalm del campamento de Um Draiga. En aquel año, el Frente Polisario proclamaba la República Árabe Saharaui Democrática, hoy reconocida internacionalmente por una cincuentena larga de países, en su mayoría africanos e hispanoamericanos, sin que este reconocimiento haya producido hasta la fecha el menor efecto en términos resolutivos: en esa lista no están la Liga Árabe, ni la ONU, ni ningún estado miembro de su Consejo de Seguridad.

Una guerra desigual se mantuvo desde entonces hasta 1991, en el que se firmó un alto el fuego auspiciado por la ONU y la creación de la Misión de las Naciones Unidas para el Referéndum del Sáhara Occidental, resumida en el acrónimo Minurso. La idea, en resumidas cuentas, era la siguiente: teniendo en cuenta que Marruecos carece de derechos sobre ese territorio y que España, pese a su abandono del lugar, sigue siendo con la ley internacional en la mano su administradora colonial, la solución es que los saharauis participen en un referéndum de autodeterminación para decidir su destino. Y ahí es donde se intuye la importancia de que no se tenga ni idea de cuántos saharauis hay realmente ni de dónde están, ni de quienes que se dicen saharauis no lo son en realidad. Porque claro: desde 1975, Marruecos está repoblando la zona con sus súbditos, entremezclados con los saharauis de origen que se quedaron en el territorio sometido y no huyeron. Luego están los saharauis que obtuvieron nacionalidad española bajo la colonización. Y está la imprecisa población de los campamentos al sur de Argelia, donde el país anfitrión, enemigo de Marruecos, impide la cumplimentación de un censo. Y sin censo no hay referéndum. Con lo que este, previsto inicialmente para 1992, sigue sin convocarse un cuarto de siglo después.

Gdeim Izik

Y así continúan las cosas, apenas removidas, de vez en cuando, por alguna escaramuza dialéctica, alguna declaración de peso en el panorama internacional, el sonado caso de la expulsión ilegal y huelga de hambre de la activista Aminetou Haidar en 2009 y sucesos como el que el 8 de noviembre de 2010 supuso el desmantelamiento terrible por parte de Marruecos –con matanza y represión posterior incluidas– del campamento de protesta saharaui de Gdeim Izik, próximo a El Aaiún, origen –para algunos estudiosos– de la posterior Primavera árabe y escándalo mundial en el que ninguna potencia metió por mucho tiempo sus narices.

«Siempre preguntándome por qué la mayoría de países y la ONU no han resuelto este conflicto y he llegado a la sencilla conclusión de que, mientras lo permitamos, este mundo lo van a dirigir las grandes potencias mientras haya interés económico de por medio», se lamenta desde Barcelona la saharaui Agaila Mohamed Bachir, auxiliar de Enfermería. «Cómo vamos a confiar en que la ONU vaya a resolver nuestro conflicto, si la misma ONU la dirigen las grandes potencias», se pregunta.

También enfermera, pero en Bilbao, su compatriota Enguia Abderrahman considera que el gran problema actual de su país «reside en el horror que ocasiona esta larga espera en los campamentos de refugiados de Tinduf». Y añade: «Y en la represión, por otra parte, que sufren mis compatriotas en los territorios ocupados del Sáhara Occidental por parte del régimen alauí. Como saharaui, siento una angustiosa situación de incertidumbre debido a la nula actuación de la comunidad internacional respecto a este conflicto». Ambas abogan por un referéndum en el que los saharauis puedan decidir libremente su futuro.

Lo mismo opina, desde Barcelona, el estudiante de Turismo Mohamed Salha Merghi, quien quiere recordar que «hasta este segundo» España es la responsable del problema. También su paisano Mohamed Salem, de 41 años, lamenta que los españoles dejaran a la población saharaui «abandonada a su suerte» en 1975 e insiste en la clave mayoritariamente compartida: «Los saharauis queremos de forma unánime un referéndum en el Sáhara Occidental respetando los acuerdos firmados en el marco de Naciones Unidas entre las dos partes y el respeto de la legalidad internacional a la autodeterminación como única salida al conflicto. Esperamos que la comunidad internacional sea tajante: cero tolerancia para no dejar para la historia la pena y la desgracia para la humanidad de anexionar a un pueblo entero y borrar su historia por la ocupación militar marroquí».

Sueños rotos

Desde la wilaya de Dajla, en los campamentos de refugiados, el director regional de Cultura de la autoridad saharaui, Ahmed Mahamud Mami, de 37 años, afirma también a este periódico: «La situación actual del Sáhara Occidental es un exilio forzado, una legalidad internacional que rompe y destroza el sueño de miles de saharauis que día a día están condenados a una larga espera. En fin, hablar del Sáhara Occidental es hablar de la ocupación marroquí, es hablar de sus violaciones de los derechos humanos, de sus crímenes contra la humanidad. Para hablar del Sáhara Occidental se necesita tiempo y espacio para poder definir la paciencia frente a la injusticia». Al mismo tiempo, desde Francia, el saharaui Abderrahman Abdelmula, de 52 años, lamenta la prolongación de esta crisis en el tiempo. «La situación en el Sáhara se está alargando demasiado debido a varios factores: la reiterada obstinación del régimen marroquí, la poca efectividad de la ONU para llevar a cabo sus resoluciones y la pasividad de la comunidad internacional ante el conflicto, con la complicidad de Francia y España. Hay dos soluciones para el proceso de descolonización: respeto incondicional para un referéndum justo y libre, y la segunda vía sería retomar las armas».

En Jaén, el estudiante Bedid Mohamed resume «el principal problema del Sáhara» en que los campamentos llevan cuarenta años «y las personas ya están más que acostumbradas a ese ambiente y clima. Y a los políticos, que son los que se supone que están trabajando con este tema para buscar alguna solución, es a los que más les conviene que el Sáhara esté en esa situación ya que están recibiendo ayuda por ello». Ante semejante panorama, según dice, «todos los jóvenes saharauis, o por lo menos la gran mayoría, solo ven una solución ante este problema: la guerra con Marruecos. Respecto a esto último yo no estoy de acuerdo, ya que hemos pasado ya por esa situación hace años y no ha servido de nada. En resumen, la sociedad saharaui está estancada y la gran mayoría acomodados aquí en España con su vida ya resuelta y sin importarles lo que pasa en su país de origen».

En Extremadura, con poco más de veinte años, Adala Sidahmed cree que «el mayor problema actual del Sáhara es, aparte de que la gente no ve ninguna posibilidad de que esto tenga solución, la falsedad internacional con el pueblo saharaui. Como por ejemplo, prometerle que esto tendrá una solución cuando en realidad lo que hacen es abstenerse» ante el Consejo de Seguridad de la ONU de cara al hipotético referéndum, a punto de alcanzar la categoría de mito. «Principalmente, España».

Imposible saber a partir de qué vaso de té se considerarán ya hartos de aguardar los saharauis que, en noches como la de hoy, echan de menos el brillo azul de las estrellas y la tierra que ya solo pueden describir los viejos. ¿Cuánto más tiempo puede seguir escondiendo el desierto los anhelos de una nación confinada? Es algo difícil de predecir. Creer que la paciencia es infinita y que la memoria es frágil puede desembocar en un trágico error geoestratégico. ~