Hoy hace un siglo: Manolete vino al mundo en la calle Conde de Torres Cabrera de la capital cordobesa. Su padre, matador del mismo nombre, apodo, e idénticos apellidos era un torero de trayectoria declinante que se había casado con Angustias Sánchez, la viuda de Lagartijo Chico, otro torero prematuramente malogrado. En ese caldo de cultivo, cocido en el antiquísimo y endogámico vivero de los coletudos cordobeses, creció y se forjó la personalidad de un chico introvertido que estaba llamado a marcar toda una época. Juan Soto Viñolo escribió que había sido un torero para olvidar una guerra. Y, efectivamente, la sombra alargada del Califa cordobés se grabó a fuego en la memoria de una generación que marcó el fin de la posguerra el día que Manolete murió en Linares.
La relación de Manuel Rodríguez con Sevilla fue intensa y fecunda. No hay que olvidar las aportaciones taurinas que recibió, a través de su apoderado Pepe Camará, del ancho venero gallista. No es casual que el propio Manolete terminara de espantar los fantasmas de la Guerra Civil en la plaza de la Maestranza el 2 de julio de 1939. Sevilla, recibiendo los trastos del oficio de manos de Manuel Jiménez Chicuelo. Estaba naciendo una nueva época del toreo.
El festejo se resolvió de manera apoteósica. Chicuelo -a la postre el máximo triunfador de la tarde-, Gitanillo de Triana y el propio Manolete -que vestía un flamante terno heliotropo y oro de la sastrería sevillana de Manfredi- se repartieron seis orejas y un rabo del encierro de Clemente Tassara que había viajado desde los campos de Aznalcóllar. El testimonio de Delavega, crítico taurino de El Correo, rescata la efemérides: “Una alternativa lucida. Un toro de alternativa bien toreado con un toreo sobrio, seco, valiente”. Era el doctorado de un matador destinado a marcar época fuera y dentro de los ruedos.
La corrida se había organizado a beneficio de la Asociación de la Prensa de Sevilla y no estuvo exenta de anécdotas previas y posteriores, trufadas del ambiente político que se respiraba en un país en el que aún retumbaba el eco de los fusiles y los cañones. El toro escogido para la ceremonia tuvo que ser rebautizado a prisa y corriendo como Mirador. En el herradero se le había puesto Comunista y obviamente, el ambiente no era el más propicio para mantenerle el nombre. Como colofón a la triunfal alternativa, un grupo de aficionados organizó un homenaje a Manolete en la Venta Marcelino. La nota más curiosa de este banquete queda recogida en la edición de El Correo del 4 de julio de 1939 -hace 78 años exactos- señalando que se sirvió “Champang que se cría en Jerez y no en Francia” de la casa Pedro Domecq. Cosas de la autarquía y es que el horno no andaba para muchos bollos en la España devastada de 1939.
Efectivamente, la Guerra Civil iba a cambiar muchas cosas en el país, pero también en el toreo, que había quedado en barbecho en los años de la contienda. Pero la conclusión de la guerra implicaba la llegada de una nueva época, una vuelta de tuerca en el lenguaje y la técnica taurina que pondría los cimientos de la arquitectura del toreo moderno. Esa revolución no se podía entender sin ese muchacho cordobés que se acababa de convertir en matador de toros en la plaza de la Real Maestranza, ruedo en el que actuaría con profusión hasta su muerte, convirtiéndose en la base de las ferias de la primera mitad de los 40 -ausente en el 43 y el 46- logrando su mayor éxito cortando un rabo de un toro de Villamarta en 1941.
Manolete bebió de Chicuelo las aportaciones de Joselito y Belmonte, convirtiéndose en el transmisor de un concepto: el toreo ligado en redondo, la estructuración en series diferenciadas con arquitectura de estrofa musical. Estaba naciendo la faena moderna, la posibilidad de imponer un estilo definido, un modo de torear a un mayor número de toros dejando atrás definitivamente los rudimentos de la brega decimonónica. La alternativa sevillana de Manolete escenificaba la transmisión de ese legado, la continuación del hilo del toreo y la definitiva consecución de un sitio en el que progresivamente bucearían, abriendo otros caminos al toreo, diestros tan dispares como Ordóñez o El Cordobés. La ligazón en redondo de Joselito, el toreo estático y cambiado de Belmonte encontraban, con Chicuelo de catalizador, el eslabón definitivo para encadenar el toreo del futuro. Aún estaba lejos aquella tarde de Linares, en 1947.