‘Compassio Mariae’, el llanto humano de la virgen

Los escultores del XVII tomaron como referencia el modelo humano de su entorno para acercar a María a la piedad popular sin renunciar a la belleza

09 mar 2018 / 09:22 h - Actualizado: 09 mar 2018 / 09:23 h.
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  • ‘Compassio Mariae’, el llanto humano de la virgen

El Barroco halló en el naturalismo la respuesta idónea, en forma y concepto, a la premisa «nada insólito» postulada por el Concilio de Trento en cuanto a la efectividad de las imágenes devocionales. Esta corriente estética y retórica pretendió un arte honesto, verdadero y con un alto poder de convicción basado en la verosimilitud natural. En el auge contrarreformista de la escultura procesional, el Nazareno de Pasión materializó perfectamente las ideas naturalistas de Pacheco en la escuela sevillana, ya que sin renunciar a la idealización logró sobrecoger a sus coetáneos por ser «tan semejante al natural». La dialéctica entre lo real y lo ideal de Montañés inició el pleno barroco, que fue afianzado por las cofradías al buscar entre sus sucesores la capacidad para generar fervor. Mientras que en la Passio Domini el realismo se limitó a la expresión y a la anatomía respetando la efigie idealizada y aceptada de Cristo, en la Compassio Mariae alcanzó una dimensión mayor, que gozó de gran acogida devocional, colmando así el empeño tridentino de difundir de manera clara y cercana el papel mediador de la Virgen tan atacado por los protestantes.

Al igual que Murillo, los escultores del XVII tomaron como referencia el modelo humano de su entorno para acercar a María a la piedad popular sin renunciar a la belleza como reflejo de pureza. La unción de la Amargura y de la antigua Hiniesta bien puede deberse al equilibrio entre la veracidad de su expresión y su belleza natural, que hace que superen la mera imitación y se conviertan en inculcación de lo divino, es decir, en una figuración que a través de su emotividad y proximidad empatiza directamente con el fiel. El sufrimiento manifiesto de los rostros afligidos de la Estrella y la Macarena preconizó la tendencia dieciochesca de anteponer la elocuencia de los gestos al retrato natural en un intento de aumentar la conmoción. De esta forma, se pasó del dramatismo de la dolorosa del Santo Entierro tallada por Quirós al patetismo de Montes de Oca, que desfigura los rasgos de una belleza ya madura. El afán naturalista de las postrimerías del Barroco incorporó los postizos; el pelo natural, los dientes de hueso y los ojos de cristal fueron recursos sugestivos de los que se sirvió, entre otros, Cristóbal Ramos para consumar la viveza del lamento de la Virgen de las Aguas. En esta fecha tan tardía, la Virgen de los Dolores, atribuida a Blas Molner, anunció un tiempo nuevo mediante la transición entre el academicismo y el lenguaje barroco tradicional.

La reorganización de las cofradías tras la salida de los franceses en 1812 favoreció la labor de Juan de Astorga, cuya estética academicista de influencia italiana marcó un tratamiento expresivo diferente gracias a la introversión de la angustia que serenó las formas. En sus dolorosas el llanto trágico barroco se torna en un lloro resignado de aire romántico, que les confiere un semblante calmado. La dulzura emanada de este sosiego queda enfatizada por las encarnaciones claras y sonrosadas tan características del Neoclasicismo.

Imbuido por el espíritu regionalista del siglo XX, que preponderaba los aspectos identificativos de la cultura local, Castillo Lastrucci rescató de la belleza andaluza «lo esencialmente humano para luego divinizar la expresión». En esta personal reinterpretación del naturalismo barroco, la bailarina Mariquita Cos prestó su tez morena, sus profundos ojos oscuros y sus labios carnosos a la Virgen del Dulce Nombre, cuya hermosura castiza despierta una sentida afectividad y cercanía familiar. La imágenes de la Virgen de la Concepción del Silencio y de los Dolores del Cerro, talladas por Sebastián Santos entre 1954 y 1955, supusieron un paso más en la humanización de las dolorosas. Inspiradas en las jóvenes María del Prado Fal y Juanita Lorca respectivamente, consolidaron un prototipo de fuerte calado devocional por su dulzura y su humana desolación. En esta corriente, Antonio Eslava Rubio escribió un capítulo muy interesante con su innovador ideal, que, basado en el retrato de su propia madre, aúna las formas dieciochescas sevillanas con las escuelas castellana y levantina en un concepto global, donde el atuendo tenía la última palabra. Las titulares de Jesús Despojado y Santa Cruz sobrecogen por la veracidad de su padecimiento y por la madurez de sus rostros, que en buena medida anuncian el hiperrealismo en el que se mueven algunos autores actuales.

Mención especial merece la maestría de Antonio Illanes en la captación psicológica del dolor de la Virgen de las Tristezas, una aportación extraordinaria en cuanto a la primacía del naturalismo, fundado en su esposa Isabel de Salcedo, respecto a la idealización. Los rasgos perfectamente tallados, la gravedad de su rictus y la humildad de su gesto, que renuncia a cualquier atisbo de grandiosidad para sumergirse en su honda consternación, la han convertido en una de las imágenes más singulares y estremecedoras de toda la Semana Santa.

Lejos de quedarse en lo artístico, el naturalismo de las dolorosas continúa definiendo la esencia e identidad de nuestra Semana Santa al generar un culto humanizado y familiar hacia la Virgen. Este vínculo afectivo no sólo despierta espontáneos piropos y sencillas súplicas, sino que justifica también los desvelos de los cofrades por engalanar el llanto de sus imágenes, volcando lo mejor de su arte local en el paso de palio, una renovada ofrenda de vida a María que cada año sorprende por su esplendor y conmueve por su sentido.