Una niña presume ante sus compañeros de una bola de cera tan grande como las naranjas de La Algaba. No estaba mal, porque eso es la seña de que un infante ya empieza a acumular trienios en esto de vivir la Semana Santa. Es el primer paso. Pero tal vez podría presumir de esa posición privilegiada, apostada junto a su familia a las vallas que delimitan en la calle Laraña el recorrido de la hermandad del Valle. Si desea ver de día a esta cofradía hay dos extremos: arribar a primera hora y tener ese premio de la primera fila, o llegar más tarde y abonarse a la grada telescópica que, como palquillos improvisados, se forma en las escalinatas de las Setas de la Encarnación.
La niña escogió la opción uno. O más bien su padre, su madre, su abuela,... El Valle, involuntariamente, ha ido madurando ese rito de copar esas primeras filas de jovencitos. Hasta un bebé de escasos meses se encaramaba sobre los brazos de su padre. El imán de la hermandad con los niños es un misterio. Tal vez la cantidad de matices, el colorido de los acólitos –con vestimentas rojas o amarillas–, la rapidez del tránsito –45 minutos escasos no agotan del todo a esas edades–, el casi centenar de monaguillos con sus cestas repletas ya no sólo por caramelos, sino por piruletas y otras gominolas; o el tirón del conocido popularmente como paso de los espejitos, esto es, el del misterio del Santísimo Cristo de la Coronación de Espinas, con una canastilla repleta de diminutos espejos. «Dejad que los niños se acerquen a mí», predicaban las sagradas escrituras. Pero a las puertas de la iglesia de la Anunciación podría tomar otra acepción. «Dejar que los niños se reflejen en mí».
Los pequeños, alentados por las historias cofrades de sus ancestros, así lo hacen. Y se afanan en ello desde antes de que salga la Cruz de Guía. Incluso cuando, media hora antes, se abren las puertas del templo para que, con una destreza única –cinco minutos de reloj– coloquen una trampa que salve los incómodos escalones del templo. Ya con los nazarenos con túnicas moradas de cola en la calle, los niños son avisados de su inminente llegada por las campanitas del pasito de la santa Espina. El segundo aviso llegaría de la banda de Tejera que, como marca la tradición, se adelantó a la capilla musical Pasión –que sería el acompañamiento del misterio durante el resto de recorrido– para interpretar Cristo de la Coronación de Espinas, bajo las indicaciones de José Manuel Tristán, que no paró de repartir abrazos, capataz incluido.
Ya con el paso de los espejitos en la calle, tocaba el reto de los niños. Algunos lograron verse junto al Jesucristo. Otro se toparon con el relumbrón. Cosas de Don Lorenzo que, este año no quiso esconderse hasta que la Virgen del Valle dejó Laraña para encauzar la calle Orfila.
No hay margen de espera. En El Valle todo transcurre sin prisa pero sin pausa. A un ritmo en el que la sobriedad y el clasicismo se impone. El primer misterio no ha desaparecido de la retina de la multitud apiñada en la plaza de la Encarnación cuando ya asoma desde el interior Jesús con la cruz al hombro atribuida a José de Arce, acompañado por varias mujeres y la Verónica, que este año portaba el paño realizado por el pintor de Castilleja de la Cuesta Ignacio Tovar, y por un manto de flores variadas entre las que destacaba, los cardos borriqueros, con tallos sobresalientes incluidos. El paso no lleva música, aunque la banda de Tejera le brindó la marcha Jesús con la Cruz al hombro, obra de José Manuel Delgado.
Cuando el atardecer daba los últimos coletazos y el sol se iba perdiendo por los edificios antiguos de Laraña, el imponente paso de la Virgen del Valle hizo acto de presencia. Casi de puntillas, sin molestar, y rodeada de niños –unos 40 monaguillos delante y varios jóvenes acólitos detrás–, la Virgen a la que se le tornan verdes los ojos se presentó ante la multitud con la Marcha Real y, seguidamente, como su son, el que la hace caminar por Sevilla: Virgen del Valle.