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El viacrucis de los niños de San Román

Nadie escribió sobre aquella hazaña. Quienes lo hicieron no se atrevieron a publicar la crónica pero si se acerca un 23...

27 feb 2018 / 19:25 h - Actualizado: 28 feb 2018 / 11:59 h.
"Cofradías"
  • El viacrucis de los niños de San Román

Querido lector, algunas historias son reales (a veces, demasiado), otras pertenecen a la ficción e incluso las hay que combinan ambas dimensiones y terminan convirtiéndose en leyendas. Algunas son transmitidas por vía oral; otras, son difundidas por medios audiovisuales. Las mejores, permanecen escondidas, e incluso son silenciadas respondiendo a distintos intereses. Deje que le cuente una historia, un humilde relato y sea usted el que lo clasifique.

San Román había envejecido. No me refiero al templo, que ya demasiados avatares tuvieron que sufrir sus muros, sino a una feligresía que se había alejado de la senda católica. Aristocracia venida a menos, ancianos e impedidos que rezaban sin salir de casa, jóvenes sin valores llegados para vivir sus vidas ajenos al calor de la Iglesia, etc. La llegada del nuevo párroco era esperada y temida al mismo tiempo. Aquellos que cumplían los preceptos se mantenían escépticos ante la capacidad de aquel servidor de Dios frente al difícil reto de devolver el Credo a sus fieles. Era cuestión de tiempo que el cura se hiciera con el beneplácito de sus hermanos, ahora vecinos. Entre estos vecinos se encontraba Javier, un joven de tan solo diez años que, de la mano de sus padres, conoció el verdadero significado de la vida en comunidad, el concepto de Iglesia doméstica, el sentimiento que se deriva de ayudar al prójimo... y por ello se ofreció y fue bien acogido e introducido en las labores de monaguillo, ayudando en las ceremonias religiosas; comenzaron estas siendo muy parecidas a las primitivas, a las genuinas, aquellas que emulaban a las celebradas por las primeras comunidades cristianas, clandestinas, en las que se reunían fieles a conmemorar el mensaje de Jesús. Poco a poco se fue incrementando el número de asistentes a misas, charlas, exposiciones y conciertos en los que la ágil gestión del párroco, rodeado de un pequeño grupo de colaboradores, fue fundamental para avivar la llama antes de que se extinguiera y se hiciera la oscuridad y el silencio.

Javier disfrutaba ejerciendo de mano derecha de su padre adoptivo, y este le cogió cariño al pupilo aventajado que, desde bien temprano, aportaba ideas impropias de un niño de su edad, ideas coherentes la mayoría de las veces en las que terminaba convenciendo al párroco en su ejecución. Una de estas propuestas consistía en organizar un íntimo viacrucis. La Cuaresma había florecido y aquel Cristo muerto en la cruz, por todos olvidado, llamaba al recogimiento y a la oración. Su advocación era la de la Reconciliación. La talla, realizada en papelón y de autoría desconocida, se encontraba unida a estirpe y patíbulo de madera bien ensamblados por el maestro Berlanga, quien había reforzado la estructura de la imagen cristífera, configurando un conjunto armonioso, pero no del todo acorde con la intención del grupo de jóvenes, que pretendían sacarlo a las calles de la feligresía para que, precisamente, llamara a devoción a quienes en ellas se encontraban huérfanos de fe.

Javier consiguió reunir a un grupo de compañeros del colegio como cuadrilla portadora de la cruz, y a un nutrido grupo de amigas que harían las funciones de cortejo. Lo que en un principio fue una iniciativa disparatada, fue adquiriendo forma del mismo modo que Cristo mandó a sus apóstoles acercarse al incrédulo para transmitirle su mensaje.

¿Unos simples niños portando a un crucificado por las calles de Sevilla? Hubo quien se mofó de la propuesta, olvidando que el Señor quiere que los niños se acerquen a Él. Así lo entendía el párroco, que veía como crecía ese fuego tan difícil de extinguir como es el que emana del corazón de los niños y, con tan sencillo argumento, preparó ¿por qué no? un íntimo viacrucis convenciendo a los entusiastas niños para sacar a las calles otra talla, más pequeña, que se encontraba depositada en el Sagrario.

El día señalado se asistió a un hecho insólito: una cuadrilla de niños trajeados se igualaba en la nave central de San Román delante del crucificado colocado ex profeso sobre los escalones que permitían el acceso al altar. Terminada la misa, la breve procesión: cruz parroquial, luces, acólitos y portadores del Salvador partían para gritar el mensaje de Resurrección de un Cristo muerto solo tres días. El peso de la cruz se les clavaba en sus inexpertos hombros haciendo aflorar a sus rostros gestos nuevos que eran paliados por la oración. Tras la cruz, el párroco cerraba la comitiva como preste, auxiliado en la interpretación de los cantos litúrgicos oportunos por sus allegados y un grupo de voces que se iba incrementando conforme la comitiva avanzaba por el vetusto trazado de calles en las que el público callaba y se unía a las peticiones pregonadas, ahora a capela, otrora con la voz de Sevilla. Todos miraban a Cristo, vivo a pesar de haber muerto en la cruz, y a sus serviles portadores, sufridores por unas horas del peso de los pecados de todos nosotros. Javier había organizado los relevos, que a la postre a punto estuvieron de ser insuficientes: todos comprendieron que una cruz supone responsabilidad y dolor. Tras catorce estaciones, los más pequeños se unieron en el último tramo, bien tocando la imagen, la cruz o a los portadores y todos en comunión entraron en el templo mediada la noche para depositar la cruz sobre la escala del altar donde tuvo lugar el último rezo.

Nadie escribió sobre aquella hazaña. Quienes lo hicieron no consiguieron publicar la crónica. Pero el viacrucis de los niños de San Román no moriría aquella noche. Esperando poder portar al Crucificado de la Reconciliación por las calles de San Román y Santa Catalina, este año, si se acerca el día 23 de febrero a estas calles llenas de historia, volverá, lector, a ser cómplice de este secreto, una montaña de verdades en la versión más plástica a la que una historia puede aspirar.

Todos aquellos niños tocaron a Dios y Este, muy agradecido, se acercó por la noche a acariciarlos, darles un beso de buenas noches y desearles felices sueños: al fin y al cabo, esos niños habían cumplido con sus preceptos y habían evangelizado con sudor, lágrimas y un fuerte dolor de espaldas.