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El Cristo del Calvario, sobre el monte tallado, en su paso, la Madrugá de 2016. / Manuel Gómez
El calvario es una palabra latina, traducción del término hebreo gólgota, que significa cráneo. Esta denominación se debe al aspecto del sitio, una antigua cantera rocosa abandonada, donde fue crucificado Jesús. «El lugar llamado del Cráneo, en hebreo Gólgota», se encontraba cerca de Jerusalén, nos dice Juan, testigo ocular de la Pasión. Hoy, el Calvario se encuentra dentro de los muros de la Ciudad Vieja de Jerusalén, en la basílica del Santo Sepulcro. Jesús fue crucificado hacia el mediodía y expiró a las tres de la tarde. Era un viernes, vigilia de Pascua, 13 del mes de nisán, probablemente el 7 de abril del año 30. Es la hora, según el ritual judío, en la que todo lo que estaba fermentado debía desaparecer de las casas para dejar su lugar a los ázimos de la Pascua. Para el Nuevo Testamento, aquellos ritos eran símbolos del misterio cristiano: con el sacrificio de Jesús, nuestra Pascua, comenzaba la nueva y eterna alianza entre Dios y toda la humanidad. Por extensión, el Calvario es el altar del mundo. Jesucristo crucificado es al mismo tiempo sacerdote y víctima del sacrificio con el que se realiza la obra de la redención. Todo en el Calvario gravita en torno al Crucificado, Señor de la naturaleza y de la historia. Todo y todos toman su sentido de él: la Madre, las santas mujeres, Juan, los que le crucifican, los presentes, la humanidad y toda la creación. Estamos en la plenitud de los tiempos. En los pasos de Semana Santa, el Calvario se recrea con un monte de flores, normalmente claveles, lirios o rosas, sobre el que se erige la imagen del crucificado. En la hermandad que toma la designación del Calvario, que reside en la parroquia de la Magdalena, procesiona con un monte tallado, al igual que el paso del Cristo de la Salud de la hermandad de la Carretería, que lo estrenó el año pasado.