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Un turista asoma su cámara fotográfica sobre las vallas de la Carrera Oficial en Semana Santa. / El Correo
La valla, en Sevilla, no es ninguna maravilla. Quizá para algunos; por ejemplo, para la autoridad civil y la religiosa, que encuentran en estos obstáculos una garantía de orden, una disuasión de apelotonamientos fervorosos en lugares estratégicos y un paisaje libre de confusión humana que pueda afear la estampa de las procesiones o popularizarla en exceso. Es verdad que las vallas cumplen una función crucial (es decir, en los cruces) y que la Semana Santa no sería lo mismo si en esas densas corrientes de los que suben y los que bajan entre el Salvador y la Plaza Nueva no hubiera alguien que se partiera la espinilla contra una barra de hierro a la altura del Laredo. Para la especie humana, que algo conserva en su ADN de criaturas propias de establo, la contemplación de una calle organizada con vallas reporta una cierta serenidad y ayuda a saber estar y saber moverse. Pero claro, no todo el mundo es de la misma opinión. Y surge la pregunta: ¿se pueden poner vallas en la calle no ya para que no se pueda pasar, sino como pantallas antiaglomeraciones, para impedir que se vea en la calle un espectáculo que sucede en la calle si uno no paga una silla? El debate no es nuevo, pero se ha recrudecido en los últimos años y amenaza con ir a más, ya que las medidas de seguridad contra el vandalismo en la Madrugá y el miedo a posibles atentados yihadistas hacen presagiar aún más vallas de las que ya hay cuando los pasos salen a la calle. Al final, mientras la Semana Santa siga estructurada tal cual está, será cuestión de cómo se lo toma cada cual, y las vallas continuarán actuando, entre otras cosas muy útiles, como elemento disuasorio. Aunque para quienes buscan la foto, esa legión, siempre habrá trucos, como puede verse en la imagen.